“Estoy escuchando lo que veo y estoy viendo lo que escucho”, exclamó, arrobado, el universal compositor soviético Igor Federovich Stravinsky, el Miércoles Santo de 1921, al contemplar el grácil y simétrico balanceo de un paso de palio coordinado sutilmente con los acordes musicales de una marcha cofradiera. Acto seguido, Stravinsky mostró a su acompañante su deseo de felicitar al maestro que dirigía la banda, por la espléndida ejecución de la obra que ésta acababa de interpretar. No deja de ser interesante que todo un genio de la música se viera sorprendido por este género musical tan circunscrito a nuestra tierra y tan desconocido fuera de la misma. Con su expresión, Stravinsky concibió la escena que contemplaba como la suma de una serie de elementos totalmente conjuntados a inherentes entre sí, donde la música ocupaba un puesto de especial relevancia. Hoy en día, nosotros mismos no podemos concebir la Semana Santa sin la música, como tampoco podemos concebir el discurrir de un paso de palio sin una marcha cofradiera o los sones de una capilla de música, con la excepción, claro está, de la silente estación de penitencia, con la que algunas Hermandades y Cofradías dan culto público a sus Venerables Imágenes.
Hay quien opina que “el papel que desempeña la música en la Semana Santa es tan importante que gracias a ella se puede escuchar hasta el silencio”.
Pero la incorporación de instrumentos musicales a los desfiles procesionales tuvo su origen en época muy remota. En los albores del s. XVI ya figuraba en las procesiones que se celebraban en Sevilla – caso, por ejemplo, de la conocida como Cofradía de las Cruces – dos trompetas que “tocaban de dolor”, en realidad, dos clarines conocidos con el nombre de trompetas dolorosas, cuya misión consistía en ordenar cuándo el paso tenía que detenerse o reemprender la marcha. También, en las reglas de la Hermandad de la Vera Cruz de 1538, se cita que “cuatro trompetas de dolor” marchaban tras las andas del Crucificado.
También fueron de uso corriente con las procesiones sevillanas los tambores destemplados, tambores a los que se aflojaban los bordones para ambientar fúnebremente los rígidos desfiles procesionales de la época.
Otra de las modalidades más antiguas en los desfiles procesionales son los grupos de música de capilla y los grupos de cantores que entonaban salmos y motetes en los cortejos más acéticos de la Semana Santa. Aún quedan algunos vestigios de este estilo musical, como por ejemplo el grupo de niños cantores que figura en el cortejo procesional de la Hermandad del Valle de Sevilla, interpretando salmos y motetes de V. Gómez-Zarzuela.
Sin embargo, no hay constancia exacta, en la actualidad, del año exacto en que se incorporaron los distintos tipos de bandas a las procesiones de Semana Santa. Sabemos que en el programa de festejos que se celebraron en Sevilla para conmemorar la proclamación de la Inmaculada Concepción como patrona de España y de sus territorios de ultramar (1761-1763), se incluía “un concierto de música, trompetas y clarines organizado por la Primitiva Hermandad de Nazarenos de Sevilla”. Por algunos textos de la época se sabe que, a principio de 1800, ya figuraban bandas de música tras los pasos de palio sevillanos. En aquel tiempo era usual que una música de capilla acompañara al Cristo y tras el paso de palio marchara “una música marcial tocando marchas fúnebres”.
Hay quien opina que “el papel que desempeña la música en la Semana Santa es tan importante que gracias a ella se puede escuchar hasta el silencio”.
Pero la incorporación de instrumentos musicales a los desfiles procesionales tuvo su origen en época muy remota. En los albores del s. XVI ya figuraba en las procesiones que se celebraban en Sevilla – caso, por ejemplo, de la conocida como Cofradía de las Cruces – dos trompetas que “tocaban de dolor”, en realidad, dos clarines conocidos con el nombre de trompetas dolorosas, cuya misión consistía en ordenar cuándo el paso tenía que detenerse o reemprender la marcha. También, en las reglas de la Hermandad de la Vera Cruz de 1538, se cita que “cuatro trompetas de dolor” marchaban tras las andas del Crucificado.
También fueron de uso corriente con las procesiones sevillanas los tambores destemplados, tambores a los que se aflojaban los bordones para ambientar fúnebremente los rígidos desfiles procesionales de la época.
Otra de las modalidades más antiguas en los desfiles procesionales son los grupos de música de capilla y los grupos de cantores que entonaban salmos y motetes en los cortejos más acéticos de la Semana Santa. Aún quedan algunos vestigios de este estilo musical, como por ejemplo el grupo de niños cantores que figura en el cortejo procesional de la Hermandad del Valle de Sevilla, interpretando salmos y motetes de V. Gómez-Zarzuela.
Sin embargo, no hay constancia exacta, en la actualidad, del año exacto en que se incorporaron los distintos tipos de bandas a las procesiones de Semana Santa. Sabemos que en el programa de festejos que se celebraron en Sevilla para conmemorar la proclamación de la Inmaculada Concepción como patrona de España y de sus territorios de ultramar (1761-1763), se incluía “un concierto de música, trompetas y clarines organizado por la Primitiva Hermandad de Nazarenos de Sevilla”. Por algunos textos de la época se sabe que, a principio de 1800, ya figuraban bandas de música tras los pasos de palio sevillanos. En aquel tiempo era usual que una música de capilla acompañara al Cristo y tras el paso de palio marchara “una música marcial tocando marchas fúnebres”.
Las marchas fúnebres son lentas, de corte triste y luctuoso, y carecen de partes de cornetas. Entre sus muestras más tradicionales están: “Ione”, adaptación del aria de la ópera italiana del mismo nombre, obra de Manuel Font Fernández, “Virgen del Valle”, primorosa y centenaria composición de Vicente Gómez-Zarzuela, y “Jesús de las Penas”, inspirada partitura de Antonio Pantión.
Esta tipología musical no se resigna sólo a tiempos pretéritos, y así, hoy en día podemos ver marchas como “Cristo de la Buena Muerte”, de José Alberto Francés, y “Al Señor de Sevilla”, de Abel Moreno Gómez.
Frente a este estilo fúnebre, y después de él, se encuentra el denominado vulgarmente como “de palio”. Su creador fue el músico militar sevillano Manuel López Farfán, quien, con sus renombradas marchas “Pasan los Campanilleros” (1924) y “La Estrella Sublime” (1925), dedicada, al contrario de lo que la mayoría cree, a la Virgen de la Hiniesta Dolorosa, de la Hermandad de San Julián de Sevilla, revolucionó el estilo de música procesional imperante por aquella época. En estas marchas, el ritmo se aviva y la melodía transpira un aire jubiloso y triunfal que no se desprende de los fúnebres. El cuerpo de cornetas le confiere a ciertas marchas “de palio” gran brillantez y marcialidad, propias de la personalidad marcadamente militar de sus autores. Ejemplo de ellas son “Pasa la Virgen Macarena” (Pedro Gámez) y “Virgen de la Paz” (Pedro Morales).
El capítulo de marchas fúnebres es, pues, riquísimo, mucho más de lo que pudiéramos llegar a pensar, puesto que era un género en boga. Incluso en la llamada por muchos “música clásica” encontramos este tipo de composición desde los albores mismo del Romanticismo, como es el caso del segundo movimiento de la Tercera Sinfonía de Beethoven: Marcha Fúnebre, “Alegro Assai” y, unos años más tarde, la incluida de Chopin en su Sonata en Si Bemol Menor, Op. 35, que, por cierto, primero fue compuesta sólo como marcha fúnebre, añadiéndole en 1839 los restantes tiempos. Tampoco podríamos olvidar la espectacular y sobrecogedora de Sigfrido, de El Ocaso de los Dioses, de Ricardo Wagner.
El tenor Ignacio Caballero guarda en su videoteca diversos artículos de este tipo de marchas escritas para banda que, por el interés puesto en su custodia y en las copias manuscritas de dos de ellas, es fácil presumir que fueran de las que se escuchaban en nuestras procesiones como las intituladas “La Caída” y “Pena”, en cuyos márgenes derechos llevan la fecha de 1885, y al final de ellas se lee: “Marchena, 31 de Enero de 1877”, en la primera y “Marchena, de Febrero de 1877”, en la segunda, o sea, los días en que fueron copiadas o terminadas de copiar.
En el mismo archivo se encuentras dos marchas fúnebres impresas: “De Herodes a Pilato”, escrita por Milpager y la titulada “El Llanto”, debida a L. Gevaldá, en la que aparece escrita a tinta la fecha de 1885.
Este es el estado de nuestra música procesional cuando aparece la partitura que escribiera José Font y Marimont: “Marcha Fúnebre dedicada a la Pontificia Real Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Dulce Nombre de Jesús, Sagrado Descendimiento de nuestro Señor Jesucristo y Quinta Angustia de María Santísima”, más conocida como “La Quinta Angustia”.
Algunos autores mantienen que para José Font y Marimont no existe título alguno que pudiera considerarlo como creador o iniciador de la marcha de procesión de Semana Santa, puesto que cuando escribe esta obra, hacía ya tiempo que las marchas fúnebres sonaban en los cortejos de las cofradías, como hemos tenido ocasión de comprobar.
Sin embargo, en opinión de otros expertos como Abel Moreno y Francisco Melguizo, con antelación a la llegada de José Font y Marimont, en los desfiles procesionales hispalenses se interpretaban marchas fúnebres adaptadas de famosas obras clásicas. “El Ocaso de los Dioses” (Wagner), “Julio César” (Schumann) o “La Marcha Fúnebre de Chopin”, son algunos ejemplos de ello. Este uso comenzaría a cambiar desde el momento que el ilustre músico mayor de Soria 9, fechara y firmara “La Quinta Angustia” el 8 de abril de 1895.
Con José Font y Marimont se inicia, aparte de una saga musical de enorme prestigio, la historia de un género musical que llegaría a ocupar un destacado lugar en el acervo cultural de la música procesional.
Tan sólo tres años después (1898), Vicente Gómez-Zarzuela firma “Virgen del Valle”, auténtica joya del género, por su sensibilidad y belleza. Gómez-Zarzuela compuso esta obra tras la muerte de su gran amigo, el tenor Alberto Barrau, ahogado en el Guadalquivir. La línea melódica de la marcha está inspirada en alguna de las coplas que el tenor interpretaba en los actos religiosos de la Hermandad del Valle.
Posteriormente, llegarían los Font de Anta con “Amarguras” o “Soleá dame la mano”.
La marcha fúnebre de procesión se distinguirá pues, por su carácter serio y por el deseo, entonces existente, de expresión más que de lucimiento de la obra en sí pero, el año 1925 supuso la ruptura de ese carácter por otro más popularista y que será determinante a partir de dicha fecha. Ello ocurre, como ya apunté con anterioridad, con “Pasan Los Campanilleros” y “La Estrella Sublime” de Manuel López Farfán, director de “Soria 9”. El camino hacia una nueva visión ha sido abierto y por él transitarán Manuel López Farfán, Pedro Gámez Laserna y Pedro Morales hasta llegar a Abel Moreno que, a grandes rasgos, son los compositores que han seguido engrandeciendo este cauce “castrense” de la marcha cofradiera.
La nueva línea es, ni más ni menos, que un estilo que rompe con lo todo lo anterior, es la extroversión de los sentimientos, la búsqueda del efectismo al que más tarde seguirá lo populachero.
Fernando Atero Blanco
Boletín Blanca y Colorá. 2005
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