Escrito de mi autoría, inspirado en una vieja leyenda popular estepeña, a la que se hace alusión en la página 354 del Memorial Ostipense de don Antonio Aguilar y Cano.
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Aún siendo joven, partí a caballo de la villa de Estepa el día primero de junio del año 1674, para dirigirme a Ronda y de allí hasta Algeciras, en cuyo puerto embarqué con rumbo a las tierras del Islam, en procura de lances y aventuras, y si se terciaba, hacerme con algo de fortuna.
Para tal empresa, bien armado iba yo de hierros y pistoletes, pues ciertamente sabía que mi vida habría de depender de la buena o mala defensa que della hiciera, con los pertrechos que llevaba. Y así, me hice a la mar.
Habiendo alcanzado las costas de Argel, la nao fondeó en una oculta bahía que creímos tranquila, pero al poco de llegar a ella, más nos pareció nido de ratas que por doquier salían para caer sobre nosotros, sus presas; pues confiados, creyéndonos a salvo desembarcamos en bateles. Mas fue poner las botas en tierra, cuando una legión de malvados saqueadores y gentes renegadas del peor vivir, tomáronnos presos tras una corta, pero sangrienta lucha cuerpo a cuerpo.
Mis pistolas de chispas iban bien cargadas y prestas; disparé con ellas con tan buen tino, que a dos de aquellos mandé a mejor vida. Mas como no había tiempo de volver a cargar y apretar pólvora, munición y taco con la baqueta, arrojé los pistoletes a uno dellos, y abríle grande brecha en la testa. Cual centella, eché manos a la espada para vender cara la pelleja. Éramos diez los españoles que desembarcamos del batel; ellos, más de un ciento en derredor de nosotros, y para nuestra desventura, pronto caímos cautivos de moros en Argel, siendo allí mesmo cargados de férreos cepos, grillos y cadenas.
Por no alongar en demasía el romance de lo acontecido, aquí he de relatar breve, que los que salimos salvos fuimos vendidos en un mercado de esclavos que hay en la ciudad de El-Jazair. Yo tuve, no sé si la buena estrella o el infortunio de ser comprado por Najm al-Dîn, un mercader árabe que adquiría acá, y vendía acullá preciados géneros, tanto a los nómadas del desierto, como a los poderosos sultanes y jeques de los más ricos palacios de Oriente, a quienes ofrecía alfombras de los zocos de Persia; finas telas y delicadas sedas de Damasco; cerámicas y armas de Bagdad; preciados perfumes y esencias de Trípoli; ricas joyas de Egipto… y mil cosas más.
Y merced a tanto viajar por multitud de lugares, en los varios años que viví cautivo del moro que fue mi amo, pude visitar y conocer muchas hermosas ciudades, que con sus hechizos enajenan los sentidos y embriagan el alma de los viajeros más intrépidos que tienen la suerte de conocer sus encantos, y la osadía y destreza que es menester tener para no sucumbir en las rutas de las caravanas, colmadas de los grandes peligros que acechan igual en frescos oasis, que tras las ardientes dunas de los desiertos.
En muchas ocasiones, mientras el comerciante árabe inclinado recitaba cinco veces al día las suras del Corán ofreciéndoselas a Alá, yo desde tan lejanas tierras recordaba a la Virgen de la Asunción, y al tiempo que él hacía sus flexiones, arrodillabame rezándole a la Patrona de Estepa para que un día no lejano, encauzara mis pasos por los ansiados caminos de la libertad, que devolviéranme hasta mi villa querida.
Y así -aunque mis plegarias no fueron nunca del agrado del moro-, pasaron varios años de rezos y peticiones a la Virgen, siempre de rodillas yo, al tiempo que mi amo Najm al-Dîn oraba tocando con su frente las arenas de los lejanos desiertos, orientado hacia la Ka’bah en la Meca.
Sentía abatimiento en el cuerpo y nostalgia en el alma. Quería, deseaba más que nada ser rescatado y retornar a mi tierra estepeña junto a mis padres y deudos.
A veces, el hombre cruel al que pertenecía mi vida, sabía de mis anhelos de libertad, y por ello vigilaba astutamente mis pasos; aunque empresa de locos fuera, acometer la huída sin saber adónde irían a parar mis huesos, ni qué caminos tomar para volver a mi villa en el reino de España. Hallábame perdido y a su merced.
Cierto día estando dentro de la jaima acampados al amparo de la bonanza de un oasis, mi corazón y el pensamiento estaban ausentes. Por aquellos días, se acercaban las fechas en las que en Estepa cada año el día quince de agosto, se celebraban las solemnes fiestas y honras en honor a la Virgen de la Asunción, en las que había alegres danzas al son de las chirimías, luminarias en el castillo, colgaduras en las calles y gran concurso de gentes venidas de los alrededores de la villa.
En mi desconsolado llanto por no poder ver a la Patrona, clamaba para que ella intercediera por mi pronta liberación, y hasta pensé en la huída desesperada.
-“¡Ay, Señora de la Asunción, dame la libertad!” -imploraba con grandes pesares-.
El moro amo de mi destino, cual infiel despiadado parecía alegrarse de mi abatimiento, y mofándose al saber que al día siguiente era la festividad de la Virgen a la que suplicaba por mi rescate, ideó lo siguiente, y me dijo:
-“¡Como hoy es catorce de agosto, mañana amanecerá día de tu Virgen!” “¡Pues que te lleve tu Patrona!” -gruñó irreverente-.
Y por la noche, encerróme en fuerte cofre o arcón donde guardaba sus más preciadas mercaderías; diole dos vueltas a la llave, y además, corrió grueso cerrojo. Y para mayor certidumbre de que no escaparía, con almohadones preparóse lecho donde dormir, y acostóse encima de la tapa del baúl, carcajeando muy seguro que de allí no habría de salir, y menos, sacarme mi virgen.
A la mañana siguiente, por las rendijas del arca vislumbré la luz del día al tiempo que el moro despertose con gran sobresalto y asombro. El que hasta entonces era mi amo, lleno de confusión abrió la tapa que me enclaustraba, y con los ojos desencajados por el pánico, preguntóme gritando:
-¿En qué lugar desconocido estamos, y qué son estos repiques de campanas que sólo se escuchan en tierras de cristianos?
Al salir de mi encierro miré en derredor mío, y lleno de alborozo, contestéle:
-“¡Estamos en Estepa, y aquélla que suena, es la campana de la ermita de la Asunción!”
Para tal empresa, bien armado iba yo de hierros y pistoletes, pues ciertamente sabía que mi vida habría de depender de la buena o mala defensa que della hiciera, con los pertrechos que llevaba. Y así, me hice a la mar.
Habiendo alcanzado las costas de Argel, la nao fondeó en una oculta bahía que creímos tranquila, pero al poco de llegar a ella, más nos pareció nido de ratas que por doquier salían para caer sobre nosotros, sus presas; pues confiados, creyéndonos a salvo desembarcamos en bateles. Mas fue poner las botas en tierra, cuando una legión de malvados saqueadores y gentes renegadas del peor vivir, tomáronnos presos tras una corta, pero sangrienta lucha cuerpo a cuerpo.
Mis pistolas de chispas iban bien cargadas y prestas; disparé con ellas con tan buen tino, que a dos de aquellos mandé a mejor vida. Mas como no había tiempo de volver a cargar y apretar pólvora, munición y taco con la baqueta, arrojé los pistoletes a uno dellos, y abríle grande brecha en la testa. Cual centella, eché manos a la espada para vender cara la pelleja. Éramos diez los españoles que desembarcamos del batel; ellos, más de un ciento en derredor de nosotros, y para nuestra desventura, pronto caímos cautivos de moros en Argel, siendo allí mesmo cargados de férreos cepos, grillos y cadenas.
Por no alongar en demasía el romance de lo acontecido, aquí he de relatar breve, que los que salimos salvos fuimos vendidos en un mercado de esclavos que hay en la ciudad de El-Jazair. Yo tuve, no sé si la buena estrella o el infortunio de ser comprado por Najm al-Dîn, un mercader árabe que adquiría acá, y vendía acullá preciados géneros, tanto a los nómadas del desierto, como a los poderosos sultanes y jeques de los más ricos palacios de Oriente, a quienes ofrecía alfombras de los zocos de Persia; finas telas y delicadas sedas de Damasco; cerámicas y armas de Bagdad; preciados perfumes y esencias de Trípoli; ricas joyas de Egipto… y mil cosas más.
Y merced a tanto viajar por multitud de lugares, en los varios años que viví cautivo del moro que fue mi amo, pude visitar y conocer muchas hermosas ciudades, que con sus hechizos enajenan los sentidos y embriagan el alma de los viajeros más intrépidos que tienen la suerte de conocer sus encantos, y la osadía y destreza que es menester tener para no sucumbir en las rutas de las caravanas, colmadas de los grandes peligros que acechan igual en frescos oasis, que tras las ardientes dunas de los desiertos.
En muchas ocasiones, mientras el comerciante árabe inclinado recitaba cinco veces al día las suras del Corán ofreciéndoselas a Alá, yo desde tan lejanas tierras recordaba a la Virgen de la Asunción, y al tiempo que él hacía sus flexiones, arrodillabame rezándole a la Patrona de Estepa para que un día no lejano, encauzara mis pasos por los ansiados caminos de la libertad, que devolviéranme hasta mi villa querida.
Y así -aunque mis plegarias no fueron nunca del agrado del moro-, pasaron varios años de rezos y peticiones a la Virgen, siempre de rodillas yo, al tiempo que mi amo Najm al-Dîn oraba tocando con su frente las arenas de los lejanos desiertos, orientado hacia la Ka’bah en la Meca.
Sentía abatimiento en el cuerpo y nostalgia en el alma. Quería, deseaba más que nada ser rescatado y retornar a mi tierra estepeña junto a mis padres y deudos.
A veces, el hombre cruel al que pertenecía mi vida, sabía de mis anhelos de libertad, y por ello vigilaba astutamente mis pasos; aunque empresa de locos fuera, acometer la huída sin saber adónde irían a parar mis huesos, ni qué caminos tomar para volver a mi villa en el reino de España. Hallábame perdido y a su merced.
Cierto día estando dentro de la jaima acampados al amparo de la bonanza de un oasis, mi corazón y el pensamiento estaban ausentes. Por aquellos días, se acercaban las fechas en las que en Estepa cada año el día quince de agosto, se celebraban las solemnes fiestas y honras en honor a la Virgen de la Asunción, en las que había alegres danzas al son de las chirimías, luminarias en el castillo, colgaduras en las calles y gran concurso de gentes venidas de los alrededores de la villa.
En mi desconsolado llanto por no poder ver a la Patrona, clamaba para que ella intercediera por mi pronta liberación, y hasta pensé en la huída desesperada.
-“¡Ay, Señora de la Asunción, dame la libertad!” -imploraba con grandes pesares-.
El moro amo de mi destino, cual infiel despiadado parecía alegrarse de mi abatimiento, y mofándose al saber que al día siguiente era la festividad de la Virgen a la que suplicaba por mi rescate, ideó lo siguiente, y me dijo:
-“¡Como hoy es catorce de agosto, mañana amanecerá día de tu Virgen!” “¡Pues que te lleve tu Patrona!” -gruñó irreverente-.
Y por la noche, encerróme en fuerte cofre o arcón donde guardaba sus más preciadas mercaderías; diole dos vueltas a la llave, y además, corrió grueso cerrojo. Y para mayor certidumbre de que no escaparía, con almohadones preparóse lecho donde dormir, y acostóse encima de la tapa del baúl, carcajeando muy seguro que de allí no habría de salir, y menos, sacarme mi virgen.
A la mañana siguiente, por las rendijas del arca vislumbré la luz del día al tiempo que el moro despertose con gran sobresalto y asombro. El que hasta entonces era mi amo, lleno de confusión abrió la tapa que me enclaustraba, y con los ojos desencajados por el pánico, preguntóme gritando:
-¿En qué lugar desconocido estamos, y qué son estos repiques de campanas que sólo se escuchan en tierras de cristianos?
Al salir de mi encierro miré en derredor mío, y lleno de alborozo, contestéle:
-“¡Estamos en Estepa, y aquélla que suena, es la campana de la ermita de la Asunción!”
Lágrimas vi salir de sus incrédulos ojos y correr por sus mejillas. Convirtiose el moro en cristiano merced a lo que había visto ocurrir, y en la ermita dejó él su arca donde me encerrara, y yo las cadenas y los grillos que matuvieronme cautivo.
Y allí se conservaron por muchísimos años, para contemplación de los fieles.
La calle donde aparecimos, estaba en el solar que después ocupó un palacio que se edificó al lado de la ermita, y en memoria del extraño suceso llamóse desde entonces, calle “del Cautivo”.
Y allí se conservaron por muchísimos años, para contemplación de los fieles.
La calle donde aparecimos, estaba en el solar que después ocupó un palacio que se edificó al lado de la ermita, y en memoria del extraño suceso llamóse desde entonces, calle “del Cautivo”.
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En la actualidad, muy cerca del lugar, aún existe la calle “Cautivo”.
¿Vendrá dado su origen de la vieja evocación de tal leyenda?