
Juan intentaba consolarla, pero para María el dolor era demasiado profundo. Ya se lo dijo el anciano Simeón “una espada te atravesará el corazón” y hasta el alma se le hundió la espada. Juan recordaba las palabras de su maestro “He ahí a tu madre”. “Debo estar a su lado y consolarla porque, aunque esté destrozada de dolor, los hombres se dirigirán a ella para buscar consuelo y ella les ayudará en su camino para llegar a Jesús”.
Y María Magdalena, arrodillada junto a los pies del Señor, imploraba el perdón de nuestros pecados y recordaba las palabras de su maestro: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Y bien sabía ella que a través del arrepentimiento de nuestras culpas el hombre puede llegar a tocar los pies de Jesús, el misericordioso.
En el Calvario, a pesar de los gritos y desesperación de los bandidos que estaban crucificados, la diversión de los que se recreaban en el sufrimiento inmenso de los condenados y el llanto de los que le siguieron y amaron, ahí estaban Juan, la Magdalena y María al pie de la cruz, contemplando el cuerpo de Jesús, llagado, ensangrentado, sin vida. María buscaba al niño de Nazaret en el hombre que junto a ella estaba crucificado, su Hijo, pero ya se lo dijo cuando se dirigió a ella: “Ahí tienes a tu Hijo”, y Juan es el nuevo hijo que tiene que cuidar y así a todos los hombres que acudan a ella. Pero aún dolía la espada en su corazón, tan fuerte que casi la lleva al desmayo. La fe le da la fuerza para continuar en el Calvario. Con dureza y dolor elevaba la mirada hacia su Hijo, pero mantenía la dulzura y belleza de su rostro. María dolorosa no es una niña o mujer resignada, es la Madre ante la visión tremenda de su Hijo crucificado y martirizado.

“Estaba la Dolorosa,
Al pie de la cruz, llorosa,
Donde pendía el Hijo,
Su alma gemía de dolor
Y una espada traspasó
Su pecho afligido”.