Se acordaba de su Cristo de la Salud, al que esperaba todas las madrugadas al final de la Cuesta. Ya hacía varios años que no podía acompañarlo. Recordaba cuando bajaba al Carmen para verlo salir y lo acompañaba hasta el Cerro. Nunca vistió el hábito de nazareno aunque durante años le siguió detrás de su paso entre las sombras y luces de las calles estepeñas. Eran tiempos difíciles y había mucho que pedir y que agradecerle. Cuando la vejez comenzó a darle bocados al reloj de su vida, pensó que lo esperaría al final de su calle, junto a la palmera. Ahí se acercaba del brazo de su hija, en la oscuridad de la noche. Es una noche de silencio y de oración, y así lo esperaba sentada en una silla de enea. No olvidaba recordarle a su hija que echara la rebeca por si se levantaba aire y le traía el fresco de la sierra. Cada vez tenía menos fuerzas para moverse, pero esa noche era especial, su Cristo la esperaba, y ella no podía faltarle.
Pero hace dos noches no pudo ser. Esperaría a que llegara el verano y un día en el que se encontrara bien le pediría a su yerno que la subiera a verlo a San Francisco. Se sentaría, como tantas veces, a su lado y le dejaría su beso antes de volver a casa. Pero Doña Ana sentía que ese año iba a ser diferente. El doctor la visitaba a menudo y aunque de su cabeza alejaba las manías, su cuerpo prefería el reposo, y de vez en cuando darle un susto para recordarle que estaba viva. Por eso pensaba que tal vez no hubiera otra madrugada. Cosas de viejos, decía su hija, que le contaba pocas cosas de las que le decía el médico para que no se preocupara. Pero Doña Ana nunca había sido una crédula, y escuchaba en la mirada de su hija las palabras del matasanos, como ella le decía.
Habría que levantarse y prepararse para pasar el día. Los primeros rayos de luz entraban en su habitación iluminándola. Llamó a su hija, con voz cálida pero firme. A los pocos segundos se acercó a la cabecera de su cama una mujer cincuentona y un joven veinteañero. Bien los conocía ella. Entre los dos consiguieron incorporarla y levantarla. Su hija se encargó de vestirla con el ritual que sólo el verdadero amor puede conseguir, para después bajarla a su salita, donde pasaba la mayoría de los días junto a la ventana. Un geranio tras la reja anunciaba la llegada de la primavera con el color rojizo que enmudecería hasta la sangre. El paso de la gente por su calle la animaba y algunas vecinas se paraban para darle los buenos días y un poco de conversación. A Doña Ana le gustaba hablar con ellas porque les recordaban a sus madres, que habían sido sus amigas cuando salían de jóvenes a tomar el fresco a la plaza del Carmen.
Sus vecinos y su pueblo se paraban en su puerta para saludarla. Con buena cara se había levantado hoy y la alegría de la noticia se le notaba. El sol se reflejaba en el dorado del paso, que como un retablo andante se acercaba a la casa de Doña Ana. Los ciriales ceremoniosos pasaron delante de ella y detrás unos atareados monaguillos se afanaban en una enorme columna de incienso que le ocultaba la visión de su Cristo, pero su silueta era inconfundible. Tantos años le había esperado en la Cuesta que este año el Señor le devolvía la visita. Doña Ana se levantó de la silla, y apoyada en su bastón y en el brazo de su nieto, musitaba las oraciones que repetía desde niña con el suave movimiento de sus labios. Sus ojos fijados en las llagas de su Cristo, y su corazón clavado como el clavel carmesí en el monte del Calvario. Y de los labios de Doña Ana salieron las palabras que lo más profundo de su alma le repetía: Quiero volver a verte.