12/7/11

LA VIGILIA DEL GALLO


La pobre más cercana a la Puerta de las Ovejas, a un estadio largo de la Torre Antonia, era Maaká, la viuda de Efraín, el recovero, que tenía una casucha de adobe con un corralillo cercado por chumberas y agaves, en un rincón, un cobertizo de travesaños y sacos. Un gallo y dos gallinas buscaban moyuelo en el corral sin encontrarlo y pisaban o bordeaban indiferentes unas migas de pan que no les sabían a nada. En la neblina caótica de su memoria bailoteaba la idea de que esas migas de pan se las había dado no sabían cuándo unos menudillos de cordero, y los buscaban también sin encontrarlos. Había llovido también la noche anterior y, desde la madrugada, la arena caliente del siroco había endurecido el suelo del corral.

La tarde iba apagándose alborotada y lenta, con eco de oraciones y clamor de gentes por el lado del Templo y, cuando la noche estaba al caer, la gallina joven de plumaje leonado se acomodó en el cobertizo y cerró sus ojos amarillentos. Los otros, el gallo y una gallina joven de plumaje leonado y mechas rubias, miraron con interés y reproche a la puerta y el ventanillo de la casa.

-“No está” – sentenció el gallo gravemente.
-“No”, le respondió la joven.

Y, para ponerse a tono con la seriedad del gallo, se retiró a dormir dando zancadas, repitiendo su negación con borboteo gutural.

-“Contralto” – dijo el gallo.
-“¿Qué?”.
-“No está”.

Y la gallina volvió a asentir alargando ahora el no y bajando el tono con trazas del anatema.

El gallo dio un salto y se irguió en el portillo del bardal. En las casas vecinas parpadeaban luces de candelabros y candiles, y un nubarrón negro parecía perseguir un pelotón de gente en gran tumulto que subía por una calleja en cuesta.

-“¿Vienes?” – preguntó la joven.
-“No”.

Las dos gallinas se alzaron al unísono en una hilera de quejas discretas sobre la inconsecuencia de los gallos, mientras él inclinaba el cuello para oír mejor lo que pasaba, o lo estiraba buscando a Maaká entre la gente y hacía caso omiso, como gran señor, del hambre que tenía.

-“Ocurre algo” – se dijo, y volvió al corral y se dirigió al gallinero meditabundo.

Las dos gallinas se callaron y se miraron atentas. Él arrimo sus plumas a las plumas calientes de la joven y siguió meditando con la cabeza gacha.

La vieja musitó:

-“Nos esperan días de hambre”.
-“Peor que eso” – dijo él, y ellas se miraron como aguardando algo más para entenderle.
-“Peor que eso” – repitió.

Las voces y las sombras iban cobrando cuerpo hasta volverse espesas como melaza, y el gallo voceador de luz, no le quedaba ni un rayo de esperanza de vislumbrar el despuntar el día.

-“Estoy ciego” – pensó y sintió sequedad y angustia en el gollete.

Las gallinas cabeceaban y soñaban dormidas, y el gallo oyó en la oscuridad la puerta de la casa y se animó. Maaká y otra mujer entraron silenciosas, encendieron un candil y estuvieron gimoteando durante mucho tiempo. La casa se quedó a oscuras de nuevo y sonó otra vez la puerta.

El gallo respetó el abandono y el silencio de la casa, mientras la noche parecía llena de gente y se oían balidos de cordero y rezos y clamores por todas partes. No podía dormir, porque su privilegio era entrever en las sombras el grumo imperceptible de la luz que no se extingue, vence a la noche y va invadiendo los campos al amanecer. Ese punto de luz daba poder y una misión en la vida, y no lograba verlo por ninguna parte, porque la noche naufragaba en tinieblas y él no era nadie si no podría pregonar el alba.

Los sueños de las gallinas no auguraban buena ventura, a juzgar por la alarma de sus gorgoritos oníricos. De la tierra le llegaban mensajes broncos y la negrura del corral era un muro de sombras.

-“La luz se acaba” – murmuró medroso.

Cerró los ojos con resignación. Cabeceó un poco y, preocupado con la hora, los abrió de pronto para ver que el mundo seguía oscuro como boca de lobo.

Desde su amor primero con las gallinas, siendo aún muy joven, supo que la luz llegaba de lejos y que iba invadiendo la tierra cada noche, aunque siempre quedaba en el aire un puntito encendido como una centinela que él sólo veía y veneraba y que, poco a poco, se adueñaba de él, le subía por las calzas bermejas y se le expandía por todo el cuerpo hasta llegar a su cresta roja como flor de sándalo, unas veces era como una melodía y otras como una orden que le confería importancia. Y entonces cantaba. Los Kikirikís de sus antepasados habían proclamado en vanguardia días tormentosos, batallas, relevos de soldados, traiciones, madrugadas de amor. Y ahora su gran estirpe de relojeros y sementares se extinguían con él.

Sombras y vacío, clamor ciego, abandono, mientras las gallinas adaptaban el cuerpo a la pesada modorra del sueño, como todas las noches.

Maaká seguía ausente y él estaba perdido en el tiempo, quizá ya fuera la tercera vigilia de la noche, pero el anuncio cauto de la luz del día, el que no forzaban los hombres con candiles, antorchas, candelabros y hogueras, no aparecía, no le ordenaba ponerse en pie, no le alzaba el buche o le erguía el pico para que su voz saltara las bardas y llegara al mundo.

Se levantó y se plantó agitado en medio del corral. Entre tinieblas, una urgencia inexplicable le movía a combatirlas y, sin ver luz alguna, rasgó el manto de la noche con el cuchillo hiriente de su canto, y el manto, en honor del gallo, esparció unas gotas dolientes de luz.

Un hombre llamado Pedro, que se calentaba en un patio con otros junto a una hoguera, se apartó de ellos y rompió a llorar.

Medardo Fraile