18/5/11

LA NIÑA DEL CLAVEL ROJO


Era un dieciséis de mayo y se escuchaban unos pasos incipientes en el silencio de la iglesia. Recorrían el pasillo central, casi despertando del letargo durmiente a los antiguos y quebradizos retablos de la antigua ermita. No sonaban a charol ni a suelas de goma. No taconeaban con el punto sonoro característico del suelo sagrado. Únicamente aquellos pasos, se preocupaban por ir cada vez más deprisa, en un recorrido ascendente desde la entrada hacia el Altar Mayor.

Llegando ya al punto incierto pero previsible de su recorrido, se detuvieron. Y uno de los pies, comenzó un titubeante y rítmico golpeteo en el largo escalón que conformaba el Altar, amparado por dos barandas de madera oscura. Ese ruido constante hacía recordar una espera parsimoniosa hacia algo. La espera impaciente porque llegara algo.

¿Pudieron aquellas sombras que ocultan los resquicios de las esquinas cuadriláteras de la iglesia contemplar la peculiar escena que las había despertado? Todo era extraño, pues ya hacían horas que se habían marchado todas las personas de la Iglesia.

Fue una de las capillas la que, con delicadeza, quiso afrontar un soplo de aire gélido a la tenue figura que esperaba ansiosa ante el Altar Mayor con su titubeante y rítmico golpeteo de su pie derecho sobre el largo escalón del presbiterio. La oscuridad propia de la clausura temporal del Templo hacía difícil la distinción de la figura que allí aguardaba, sin embargo, pudo percatarse del aviso ventoso y girarse hacia el origen de la corriente.

Por una de las vidrieras, se apreciaba un cálido y nítido rayo de luz. Pequeño y estrecho, sólo llegaba a confundir la pared con el suelo en una intersección poco medida con la figura que esperaba y que ya se volvía. Pero estaba lo suficientemente cerca de la claridad, como para que al girarse, la luz impregnara sus ojos y destellara un ardor tan bello como los ojos de un felino en la oscuridad. Tan sólo con eso, supo que era una niña.

Vestía humilde y sencilla. No llevaba zapatos, lo que explicaba el retumbo de los pasos sobre el suelo. Sus pantalones, eran viejos y algo desgastados. Una camisa ancha sin ceñir al cuerpo y un colgante casero que sostenía una medalla de plata y que fue inmediatamente reconocida por las sombras de aquella iglesia. Un lazo hermoso recogía un pelo despeinado, y con su mano izquierda agarraba el tallo de un delicado clavel rojo del que pendía una bellísima cinta de seda blanca.

En el momento en el que percibió aquel frío viento sobre su cabeza, perdió la tranquilidad y se asustó. Empezó a dar vueltas buscando con la mirada la protección que quería encontrar. En cada vuelta, la ilusión óptica le hacía ver sombras, que no cambiaban de posición. Eran expectantes y hacían que se sintiera observada. Pero en una de las vueltas, una de las sombras cambió de posición para acercarse a la chiquilla que impaciente esperaba.

La niña pudo observar, sin miedo alguno, un hombre. Alto, muy alto. No era anciano, pero sí con alguna arruga que otra en su rostro. Portaba un elegante sombrero y vestía con unos pantalones oscuros de pinza y una camisa clásica de color blanco, que ilustraba a un campesino sencillo. Le llamó la atención, la enorme sonrisa que circundaba su cara, de oreja a oreja. Una sonrisa complaciente y tranquilizadora que hizo a la niña detenerse.

Fue entonces cuando entronizó sus primeras palabras para preguntar por qué tanta espera e intranquilidad. Le hizo ver a la niña, que allí no había nadie. Que todos se habían ido. Eran palabras que iban haciendo que el rostro de la niña se fuera convirtiendo en el del asombro y el congojo. Como si le hubieran robado a alguien.

Preguntó este señor a quién esperaba, por si él podía hacer algo. Y la niña, con la inocencia repartida entre sus labios, espetó de su boca, reseca por la angustia suscitada en aquellos momentos, que esperaba a su Madre. A la que le había dado todo. La que le hizo ver las maravillas del mundo teniendo poco que llevar a la boca. La que le hizo entender el por qué hay que levantarse cada día con el esfuerzo y la voluntad de seguir adelante. Aquella Madre que contemplaba cada tarde del año, austera y erguida sobre al Altar. Y en el mes de mayo, floreciente como ajuar dorado en su trono. Pero siempre allí, su Madre. Madre a la que enseñaron a llamarla como Remediadora Bendita. Madre que aparecía en su medalla de plata y que colgó en la cabecera de su cama, para no perder nunca la convicción de lo que le había recordado: siempre voy a estar contigo.

Fueron minutos en los que la voz quebrada y angustiada de aquella niña llegó a los oídos de aquel hombre. La chiquilla, en un arrebato de alegría preguntó por Ella de nuevo, pues al parecer, también era su Madre.

Y el buen hombre, empezó a llorar. Un llanto alegre, con la eterna sonrisa sin perderse, con un pecho abierto para coger aire y unos ojos luminosos que refractaban en la oscuridad de la iglesia. Con un gesto impropio en la sobriedad de la iglesia, se quitó el sombrero y con la manga de su camisa arrugada se secó sus lágrimas. Se agachó con trabajo pero sin dolor que superara su alegría, y se acercó a la chiquilla para decirle:

“Hija, ahí tienes a tu Madre”

La hermosa luz de las vidrieras dibujaba en colores una mujer en el camarín entre las angostas líneas. La señora vestida de rojo se cubría con un manto blanco y una sencilla toquilla, y sobre sus manos entre pétalos y flores estaba la esperanza del mundo.

En el silencio de la antigua iglesia sólo se percibía el sigiloso balanceo procedente del altar mayor donde una cinta, anudada a un clavel rojo, se movía con viveza al son de la leve brisa que traspasaba los muros del templo.