4/8/10

LA LLEGADA

Corría el año del Señor de 1759, cuando la nave de San Pedro la regía:

-S.S. el Papa Clemente XVIII
-Reinado en las Españas Su Majestad Católica Don Carlos III
-Vicario General de Estepa y Juez Eclesiástico, Don Manuel Bejarano y Fonseca
-Marqués de Estepa, Don Juan Bautista Centurión y Ayala
-Marqués de Cerverales, Don Manuel Bejarano y Campañón
-Corregidor de la Villa, Don Alonso Antonio de Castro y Molina
-Párroco de Santa María de la Asunción la Mayor y Matriz, Don Manuel Pérez Enríquez y
-Párroco de San Sebastián, Don Juan Cristóbal del Valle y Calderón

La llegada de la sagrada imagen pudo ser así:

La casa rotulada hoy con el nº 29 de la calle Santa Ana, era por aquel año de 1759 propiedad de Don Joaquín Muñoz de Baena y Pérez de Saavedra, Marqués de la Casa de Saavedra, familiar del Santo Oficio, Alguacil Mayor, Procurador 24 de la ciudad de Córdoba y Alférez de sus Reales Alcázares y recibido por Caballero Notorio en ese mismo año que nos ocupa. Estuvo casado con una dama muy bondadosa y bella, Doña Isabel Sánchez de Rueda y Covos.

Su hombre de cabecera y encargado de los asuntos familiares de la Casa de los Saavedra en Estepa era el Bachiller Don Rodrigo de Valladares, hermano de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y gozaba de un gran prestigio en ella, ya que había mediado en un enojoso conflicto entre el Marqués de Estepa y el Sr. Vicario, que se saldó favorable para ambas partes del litigio.

Salió muy de mañana de la Casa-Palacio nº 29 de la mencionada calle de Santa Ana en un día en el que, aunque era no festivo tanto en el calendario religioso como en el civil, se cubría con sus mejores galas: traje oscuro de raso, la chaqueta adornada con galones en la delantera y en las bocamangas, rematando con un pañuelo de fino encaje en el cuello, chaleco adamascado beige, ceñido este a la cintura por un fajín morado, el pantalón ajustado hasta las rodillas, calzas de seda blanca y zapatillas negras de charol adornadas con hebillas de plata.

Por la bonanza del día, de cielo azul purísimo, no llevaba calado el sombrero, ni capa sobre sus espaldas, pues un criado de la Casa que le acompañaba la llevaba plegada sobre su antebrazo izquierdo y en la mano derecha el sombrero de su señor.


Al llegar a la altura de la esquina de la calle del Cristo de la Sangre, se detuvo a conversar con su amigo el Presbítero Don Rodrigo de Melgar que se encontraba supervisando las obras del portentoso altar de piedra que es la fachada del Carmen y que se rematarían años después, en 1768, como reza en el frontispicio de la misma. Este sacerdote había donado a este templo la imagen bonísima del Cristo de las Penas para que recibiese culto en la misma y solo saliese de ella para procesionar con la Hermandad de San Pedro Apóstol.

A estas horas de la mañana la ciudad comenzaba a tomar el puso y, un bullicio de viajeros y arrieros entraban y salían de las contiguas posadas y tabernas que vertebraban la vida de la ciudad. Destacaban en el paisaje la oscura y venerable ropa talar de los clérigos que dirigían sus pasos a las distintas iglesias.

En los lugares adyacentes el entorno que describimos ya están levantados los distintos puestos del mercados y muchachos, dueñas, criadas, etc. se arremolinaban en ellos. Los labradores con sus carros y caballerías se encaminaban para realizar las faenas agrícolas. Otros se dirigían al polígono industrial de la época, que es la actual calle Molinos, donde se encontraban las carpinterías que eran talleres para este menester. Fronteras a ellas se levantaban muchas almazaras que se estarían poniendo a punto para la época de la recolección. Las lavanderas con sus hatillos de ropas en las canastas, se dirigían bien a la fuente de la Coracha ya a los pilones del Llanete que también eran abrevaderos para el ganado que después irían a pastar en el ejido de la Era Verde.

En la collación de Cilla con Mesones encontró a su amigo Don Iñigo Pérez de Vargas, el Menor, miembro de la Junta de Gobierno de la Hermandad de Jesús, que despedía al maestro herrero, maese Gálvez, con el rostro sereno dibujando una sonrisa cómplice, pero que no ocultaba de todo una pretérita y honda preocupación. Saludándose con la cortesía que los caracterizaba, subieron al amparo de los muros que cerraban los graneros de la familia Centurión.



Caminaban despacio, pero Don Iñigo no podía ocultar su impaciencia, queriendo, a veces, acelerar el paso a lo que Don Rodrigo no estaba dispuesto a seguirle, pues era hombre de conocida templanza en la ciudad, a quien le comentó de lo que había hablado con maese Gálvez antes de despedirse. Le hablo de un misterioso carretón que hubo de pernoctar el día anterior en el cortijo de la Vieja, propiedad de la Vicaría, y al que el maestro herrero, cuyo taller se ubicaba en la calle Santa Ana, frente a la casa palacio de los Saavedra, y al que avisaron para que se acercase de urgencia a la citada hacienda a reparar un eje del carruaje. Había sido muy larga el viaje desde la Capital del Reino, habían tratado con gran celo los carreteros la preciada carga, ya iba de caída el día y estos no quisieron arriesgarse llegar a Estepa en noche cerrada, por lo que se decidió a pasar la noche en el cortijo de la Vieja. En la jornada anterior, había habido tormenta, y al atravesar el portón sobre el río, el mal estado del Carmino y el traslado al que habían sometido a la carreta hizo que se partiera un eje.

Finalizaron la conversación cuando ya sus pasos habían atravesado el escalón que daba acceso a la Sacristía de la Iglesia Parroquial de San Sebastián. Se encontraban en el templo el joven sacerdote Don Juan Sánchez Calderón, el Corregidor de la Villa, Don Lorenzo Córdoba Centurión, que había sido Juez de Apelación, primo hermano del Marqués y representante suyo en el acto, Don Juan Bejarano y Campañón, primer marqués de Cerverales que S.M.C. Don Fernando VI había nombrado en el Palacio Real de la Granja de Segovia en 1753. Estaban también lógicamente el Hermano Mayor de la Cofradía, Don Juan Vergara y Lasarte, algunos miembros de la Junta de Gobierno: Don Iñigo Pérez de Vargas, el Mayor, Don Francisco Lorenzo Aguilar, Don Fernando Ruiz de Salas, Don Rafael Muñoz Figueroa y Don Antonio Pérez de Vargas, primo hermano de Don Iñigo el Mayor, así como dos maestros carpinteros.

Desde las primeras luces del alba de aquella luminosa mañana, el Hermano Mayor había recibido la noticia de que unos grandes cajones habían llegado a Estepa desde el taller de la Corte. En unas dependencias de San Sebastián habían descargado aquella madrugada lo que sin duda era el sueño de unos estepeños a los que el Marqués de Estepa les había prestado su hacienda y su influencia, para renovar la tosca y ajada imagen que había sido devoción de antiguos disciplinantes, nazarenos de luces y devotos hermanos, hombres y mujeres al que rezaban todos los viernes del año, y que alumbraban el amanecer de todos los Viernes Santos en esa floreciente Estepa tan religiosa y señorial en la que se había convertido ese sueño, ya milenario, de tantos y tantos hombres nacidos aquí desde que la memoria de los tiempos alcanzaba a descubrir.

La noticia ya había corrido con inusitada rapidez por los mesones del Camino Real que ya empezaba a configurarse como calle, desde la Ermita de la Vera Cruz hasta la del Carmen, recién construida sobre los restos del Humilladero del Cristo de la Sangre, finalizando en la Ermita de la Señora Santa Ana, es decir desde los palmerales que daban acceso al manantial de Roya hasta la primitiva fuente de la Coracha que estaba situada a los pies de la calle San Juan.



El rumor, la expectación, el frescor serrano de ese amanecer en el ocaso del verano, todavía con el corazón templado de esos hermosos sermones, que el mismo Vicario había predicado día atrás por las celebraciones de la Patrona, Santa María de la Asunción, hicieron una cita en torno a los cajones, un acto de fe, casi una celebración litúrgica en la que no pudo faltar el joven sacerdote, Don Juan Sánchez Calderón, que acababa de celebrar la Misa de la mañana y que tenía aquel día una visible ansiedad por acabar el oficio divino y acudir con esa docena de elegidos a abrir los bien embalados cajones.

Quisiera haber estado allí, he soñado en ese momentos cientos de veces, es uno de esos instantes que deben estar guardados en la memoria de nuestra imagen titular y en el Corazón del mismo Cristo Nuestro Señor, que sabe bien que son actos de amor, esos momentos cofrades buscan la comunicación de su fe a los demás, en el esplendor de la liturgia, en la devoción por la belleza de momentos íntimos como ese, que hacen respirar la presencia de Dios mismo en las cosas pequeñas, en los objetos sagrados y en el sueño de ofrecer a Dios una imagen digna de su rostro.

Si Luis Salvador Carmona hubiera sabido cuantas oraciones arrancaría del corazón de tantas generaciones, si hubiera sabido cuantas veces ese rostro ha sido el rostro de Dios mismo, si hubiera podido contar cuanta fe ha nacido de esa imagen, cuantos sentimientos nobles, tantos y tantos propósitos firmes y humanos , tantos que han encontrado el principio del camino hacia la salvación. Si Luis Salvador Carmona hubiera sabido … O tal vez Dios mismo, perdón por el atrevimiento, inspiró su propia creación de esa humilde y magistral gubia.

Apenas transcurrió una hora interminable. Una manta de lana con olor a trementina fresca, es el último espacio que separa a la imagen de la mirada expectante de aquella docena de estepeños del rostro de Nuestro Padre Jesús.

Se adivinan entre las mantas las facciones humanas de rostro Divino; nadie se atreve a quitarla, el silencio deja oír los dulces trinos de los pájaros de la cercana plaza y la respiración agitada de los dos maestros carpinteros, que aprovechan la ocasión para retirar fuera de la nave central del templo las astillas del desembalaje y las virutas de madera que amortiguaban en la caja.

El más joven de los allí presentes, el sacerdote Don Juan Sánchez Calderón, olvidando por instantes que aquel bello rostro aún no estaba bendecido, pero como la ternura y amor que presagiaban resplandecía, se santigua y como si fuera una liturgia pre-escrita, el sacerdote comienza a rezar: Pater noster, qui es in caleis; sanctificetur nomen tuum; Adveniat regnum tuum; Fiat volutat tua, sicut in caelo, et in terra…

Mientras que los presentes, sin poder evitarlo también, se arrodillan y, por primera vez en la historia una cascada de oraciones y peticiones se van depositando a los pies de la imagen, mientras que se comienza a quitar el tupido velo que la protegía.


Los ojos de la Imagen vieron la luz mañanera de ese día en el que no se puede explicar, como un escultor de la Corte rezó a Dios y Él le inspiró una imagen que tenía forma de hombre, y digo esto, porque Dios se sirve de una gubia para escribir en una talla una lección interminable de teología, de mezcla de humana Divinidad o un rostro de Dios para ser contemplado para los hombres.

Una docena de los allí reunidos en su Nombre. Él, en medio de ellos, abriendo los ojos a la fe de esa Hermandad, de esos hombres y mujeres que quisieron hacer eterna su devoción, que quisieron vivir en la memoria de 250 años de fervor.

Quisiera haber estado allí, esa mañana, haber olido la esencia de la trementina, las virutas de madera fresca que amortiguaban el embalaje, el olor a pabilo quemado durante la Misa. Quisiera haber sentido la luz de su primera mirada para sentir más hondo ese sentimiento que me atraviesa cada vez que miro tus ojos de cristal y sueño con todas las miradas que se han cruzado en tanta gente desde aquel día en el que, arrodillados, aquellos doce vieron en Ti el rostro de Dios mismo.

Perdón por contaros mis sueños, perdón por soñar con ese instante, perdón por inspirar el sueño del escultor que hizo que naciera Dios en mis propios ojos ya que también fue para mí, de la mano de mis padres, la primera imagen que conocí de Dios.

Juan Luis Machuca Fernández
Exaltación de la Imagen de Nuestro Padre Jesús
Septiembre 2009