El concepto artístico y procesional de la Semana Santa plasmado en las calles de nuestros pueblos andaluces, se sustenta en el lenguaje barroco practicado en las artes durante el siglo XVII, y principios del XVIII. De marcada inspiración naturalista, en la creación escultórica española de este período se halló un importante cauce de expresión entre el artista y el espectador, pocas veces igualado en la historia del arte. La imaginería constituye, sin lugar a dudas, uno de los capítulos más originales y vigorosos en la interpretación realista. Centrada la atención de manera preferente en las manifestaciones del alma piadosa, y animados sus creadores por el mismo deseo de exteriorizar y captar unas preocupaciones espirituales comunes, la escultura religiosa deshecha el mármol, la piedra o el bronce, por entenderlos como materiales fríos, procedentes del mundo inorgánico. Para modelar la carne, y que en ella se plasmaran todas las pasiones del espíritu, era necesario una materia que fuera idónea por su blandura y calidez. Así, los olorosos sándalos y los simbólicos cedros se vieron convertidos en Cristos y Dolorosas. La gubia hundió los troncos leñosos, como si advirtiera que sus fibras eran semejantes a las de la carne, y la inspiración de los maestros de la estatuaría pudieron grabar en ellas los rasgos patéticos del dolor humano.
Esa madera tallada recibe, como bautismo realista, el encarnado. El prodigo técnico del artista y el Amor de unos fieles, impregnado durante siglos en esa madera, ha llegado a ser en muchos casos tan maravilloso que , aún en nuestros días, permanece oculto el secreto de esa carne de dolor en que cupieron todas las gamas: lo mórbido, lo cárdeno, lo pálido, …
Este realismo impuso una mayor exigencia. Se rebelaba contra las siluetas inmóviles de las imágenes, por airosos que fueran los pliegues de sus estofados ropajes. Se requería que estos fueran reales, que el aire los moviera, que la luz arrancara reflejos a sus bordados de oro; que en el misterio de la noche, al fulgor pálido de los cirios, las vestes compusieran colores vivos. Y así, junto a la imaginería, nació otro arte: el del bordado; de gran riqueza, de magnificencia deslumbradora...; porque el pueblo andaluz quería ver sus imágenes con ropajes de terciopelo, sedas y oro.
Y desde Andalucía se presta a este arte toda su creadora fantasía. En muchos hogares de estos pueblos blancos, hombres y mujeres, hermanos de las cofradías, inclinados ante un bastidor, tejen pacientemente con hojilla, con canutillo, con lentejuelas de oro, primorosos roleos vegetales y motivos simbólicos o arquitectónicos que se terminan engarzando y dando solidez al majestuoso diseño artístico que sobre terciopelo se está trabajando en los talleres.
El arte del bordado es una modalidad simbólica del criterio estético con el que en Andalucía, muchos hombres y mujeres aprenden por naturaleza a percibir la belleza de un patio bien arreglado o la galanura de una azotea o la elegancia de un jardín o el buen tono de una casa o la prestancia de una calle escondida. Hombres y mujeres que entendemos la Semana Santa también desde la magia palpable de nuestra tierra y la percibimos nueva cada año para gozo del espíritu y satisfacción del sentimiento.