21/3/19

LA ÚLTIMA LUNA


Se desprende de las garras de la señora mora para ascender vertiginosamente al infinito del oscuro universo, un par de horas de libertad no bastan para alcanzarlo. De plata viste su galas y resplandor arroja la luminaria de su mirada, oscureciendo a las estrellas que se asoman atrevidas al firmamento. Su mano se desliza en el aire que mueve los árboles de la plaza, sin darse cuenta que en una de las esquinas se anhela el parpadeo de las luces que el tintineo de unos faroles negros arrojan sobre una espadaña silenciada. Seco sonido de una cruz sobre los hombros que golpea un escalón de piedras gruesas, mientras que un lienzo desigual ondea sobre un madero siguiendo el movimiento de las cuentas de un rosario. Con suavidad se riza el aire en el arco a su paso. Las lágrimas brotan de una fuente cercana para apagar la sed en el alma del que las necesite. En la palidez de la noche el recuerdo espera el sueño de blancos corazones.

Camina sigilosa por las cuestas atravesando el pinar y tocando con su luz la alta tapia de la muralla. El convento la recibe en los patios de la clausura y bajo el dintel de la puerta de la iglesia se reserva la golondrina del frío de la noche. Entre los árboles que se alzan hasta el cielo se vislumbra la silueta de Santa María, campanario frente a espadaña y puerta blanca de entrada a la eterna Jerusalén. Silencio por doquier, sólo roto por el murmullo del viento que agita las pobladas ramas de hojas nuevas mientras desfila por las entrecalles de las iglesias. Redoble de un golpe metálico que hacen los faroles sobre las viejas piedras que marcan el camino. Sobre la cuesta el gótico de un paso se difumina sobre el de la torre, trazos de una pintura inacabada sobre el lienzo de una noche de minutos contados. Entre una armada de soldados de sombrero blanco que portan armas de luz se vislumbra imponente la torre de la Victoria, emblema de nuestro pueblo y recuerdo de lo añorado. Más allá, entre los almendros y los olivos esperan el momento los hermanos de San Francisco.

Mira curiosa entre los callejones del centro, bajando sus empinadas calles, subiendo sus cuestas curvilíneas, atravesando sus plazuelas, rodeando sus esquinas. Sigue la vía que le muestran los azulejos entre las cruces de forja. Bebe de sus fuentes, de la vieja que está junto al arco y de la nueva que está en la plaza grande. Contempla los naranjos de los que brota su tesoro blanco oloroso, y se pierde por las flores del jardín junto a la iglesia, asombrada de que su luz también arroja la sombra de las rosas pero inigualable al brillo de nuestro astro celeste. Reloj que marcas las doce como el tañer de una campana que anuncia la muerte; en ti la puntualidad es una marca de tu esencia. Se deja llevar por el aire que trae la tenue melodía que vuelve por una esquina, el resplandor de unos cirios que iluminan una pared encalada, una nube de incienso alejada que se percibe cuando se estremece el cuerpo o como una paleta de colores del frontal de un palio que se acerca.

Sabor dulce en las cocinas de las grandes casonas y en los obradores de las principales calles, lanzas que se arrojan al amparo del ayuno de la cuaresma. Capa blanca que ondea como bandera de la espera en una azotea. Ritual del ojal y la aguja, de escudos y botones, de una túnica colgada en una percha sobre un aparador de la estancia principal y otra más pequeña a la que hay que soltarle lo anudado para volver a anudar la juventud ganada o perdida. El mecanismo de la cerradura de un joyero que se descifra para mostrar el broche de una mantilla que se guarda en el cajón de una cómoda. De niños que adecentan los valares plateados de un palio y de mayores que funden la cera de un altar efímero en el presbiterio de una iglesia. De ensayos de una banda y costaleros que se preparan para ser los cirineos en la tierra. Horas de desvelo que se pagan con el amor de los que más queremos. No le sorprende cuando se asoma a través de las ranuras de los ventanales y se marcha deseando pertenecer a este ejercicio que conlleva la tradición.

Se llena de ilusión cuando escucha cantar al gallo por primera vez, como si se tratara de una corneta que suena veloz cuando el dorado de un paso recibe la última luz del día entre los palacetes del centro. Refresca las manos y aclara su garganta en la fuente de la plazuela ante el camino que tiene que recorrer; otras tierras, otros lugares, pero ninguno como el resplandor que deja en ésta. Revuelo de plumas bajo el verdor de los naranjos y de un ancla que se balancea al compás del remate de una soga anudada; de palomas que se alzan libres hacia el cielo celeste y de ramas de olivo que rozan los balcones de una calleja. Oye de nuevo al gallo que anuncia que su final se acerca, la luminaria de la calle ancha se apaga. En la esquina, junto al león, se despide mientras añora la bambalina que volverá a besar la pared de la estrecha calle bajo un cielo rosado. Su opuesto se asoma y ella se diluye en la neblina clara del horizonte con el tercer canto del gallo. Es tan sólo la última luna que nos queda.