22/3/13
FUENTES LITERARIAS MEDIEVALES SOBRE EL TEMA DE LA PIEDAD
La historiografía suele insistir, y con razón, en la decisiva influencia que dos acontecimientos como la Peste Negra (1348) y la Guerra de los Cien Años (1337-1453) debieron ejercer sobre los sentimientos religiosos de los europeos de la Baja Edad Media y, por consiguiente, en sus expresiones devocionales. Ello trajo consigo una profunda renovación iconográfica a partir de la segunda mitad del siglo XIV, reflejada con especial énfasis en el ciclo pasionista, sobre el que medita intensamente, dedicando un especial protagonismo a la figura de Santa María, a través de la devoción a sus Dolores, de tal manera que podría hablarse de una auténtica Pasión de la Virgen, en paralelo a la de Cristo.
En el plano literario, es bien sabido que el asunto de la Piedad no se contempla en los Evangelios canónigos, pero de alguna manera había que llenar ese dramático vacío que mediaba entre el Descendimiento de la Cruz y el Santo Entierro de Cristo. Aunque las primeras lamentaciones de la Virgen, Santa María Magdalena y José de Arimatea sobre el cuerpo muerto de Jesús se insertan en la denominada recensión “B” del Evangelio apócrifo de Nicodemus, y de aquí pasaron a las homilías de Jorge de Nicomedia a finales del siglo IX, sería Simón Metafraste, uno de los más renombrados hagiógrafos bizantinos, el primero que imaginó, ya en la segunda mitad del siglo X, a Cristo muerto sobre las rodillas maternas.
No obstante, sería la literatura mística del siglo XIV la que recreó con mayor carga dramática y emotiva ese tema de la Piedad; y es que, con independencia de que tales escritos antecediesen o no cronológicamente a las primeras manifestaciones artísticas del referido asunto pasionista, lo cierto es que contribuyeron sobremanera a fermentar la imaginación de los cristianos de Occidente a la hora de reflexionar, en clave patética, sobre los acontecimientos que jalonaron la Pasión del Redentor, entre los cuales se contaba el momento en que, tras ser descendido del patíbulo martirial, su cuerpo quedaba depositado sobre el regazo de su Madre.
A este respecto, basta traer a colación algunos de los ejemplos literarios más significativos comenzando por las Meditationes vitae Christi del Pseudo Buenaventura, aparecidas alrededor de 1300. En su Meditación para la hora de vísperas, nos relata que:
“Todos recibieron el cuerpo del Señor y lo colocaron en tierra. Nuestra Señora apoya en su seno la cabeza y las espaldas; la Magdalena coge aquellos pies en donde había encontrado en otro tiempo tanta gracia. Los demás se ponen alrededor y todos lloran sobre él con grandísima amargura, como se llora a un hijo unigénito”.
No menos trascendente, para nuestro propósito, resulta el capítulo décimo de las Revelaciones Celestes de Santa Brígida de Suecia (1303-1373), que lleva por título: “Palabras de la Virgen María a su hija, ofreciéndole una provechosa enseñanza sobre cómo debe vivir, y describiendo maravillosos detalles de la pasión de Cristo”.
Tras relatar el episodio de la Lanzada que atravesó el costado de Jesús, sigue la Virgen revelando a Santa Brígida que “Después lo descolgaron de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso, completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída. Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Lo tuve sobre mis rodillas como había estado en la cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros”.
Uno de los más eximios representantes de la mística renana fue el dominico Enrique Susón (c. 1295-1365), quién en su Diálogo de la Eterna Sabiduría, pone en boca de la Virgen las siguientes palabras: “Y yo miraba tiernamente a mi dulcísimo Hijo, que descansaba en mi regazo: estaba muerto. Lo miraba una y otra vez, pero no había en Él ni voz ni sentidos. Entonces mi corazón desfalleció de nuevo: en verdad, podría haber estallado en mil pedazos por las heridas que recibía. Daba profundos y constantes suspiros, mis ojos derramaban copiosas y amargas lágrimas. Mi aspecto era de lo más triste. Si quería hablar, cuando las palabras llegaban a mis labios, el dolor las reprimía y no les permitía salir.” A continuación, el autor concede su turno al “Siervo” del Señor, que se dirige a la Virgen en los siguientes términos: “Madre pura, tan inmenso como sea tu dolor, tan profunda la aflicción que todos los corazones puedan experimentarla, me parece, sin embargo, que encontrabas aún alguna alegría en tener así tiernamente abrazado a tu hijo muerto. Señora pura y tierna, yo deseo ahora que deposites espiritualmente a tu tierno hijo sobre mis rodillas para que, viéndole muerto, compruebe según mis fuerzas, en espíritu y por la contemplación, lo que tú has experimentado en realidad”.
Nadie podrá dudar de la intensidad del pasaje, donde se propone una suerte de composición de lugar, pues al fiel servidor cristiano se le pide que ocupe el puesto de María compartiendo su dolor. A renglón seguido, Susón da cobertura al parangón que se establece entre los felices días de Belén y el desgarro sufrido por María en el Calvario, al volver a sostener sobre su regazo el cuerpo, ahora inerte, del Señor. Por eso, la Virgen se interroga del siguiente modo: “¿Dónde está ahora el gozo de tu nacimiento?¿Dónde el maravilloso placer que me proporcionó tu infancia?¿Dónde el honor, dónde la dignidad que recibí de tu presencia?¿Dónde, en fin, todo lo que alguna vez pudo alegrar mi corazón?”. Y termina por exclamar: “¡Oh dolor, amargura y angustia! Todo se ha convertido en un inmenso sufrimiento y en un dolor mortal… Estas y otras cosas parecidas, plenas de dolor, era lo que Yo decía sobre mi Hijo muerto”. En ese paralelismo entre el pesebre y la cruz, entre la infancia y la muerte de Jesús volvería a insistir, ya en la primera mitad del siglo XV, el santo franciscano Bernardino de Siena. Esta idea planea sobre aquellas imágenes de la Piedad – como la más antigua de las varias que se conservan en el Museo Metropolitano de Nueva York, de origen renano, y fechable hacia 1375-1400-, en que el cuerpo de Cristo aparece más empequeñecido de lo natural, realzándose así la pena acongojada de su Madre, a quien se devuelve la ilusión de estar acunando a su Hijo. Por eso no puede sorprender demasiado que en algunas de estas representaciones la Virgen presente un aspecto juvenil que vendría a reflejar cómo, en esos dolorosos momentos, ella es capaz de hacer retroceder su pensamiento hacia un momento de felicidad plena, vivido durante su adolescencia.
La Vita Christi de Lodulfo (o Ludolfo) de Sajonia, llamado el Cartujano (c. 1300-1378), ejerció un poderoso influjo durante los siglos XV y XVI, y de hecho está considerado por muchos como el más importante tratado espiritual de finales de la Edad Media y de comienzos del humanismo cristiano. En sus páginas se establece una suerte de paralelismo entre el tema de la Piedad y el sacramento de la Eucaristía, pues al fin y al cabo, es la Virgen quien, sobre sus rodillas, ofrece el cuerpo de Cristo a la veneración de los fieles. Ludolfo llegará a comentar que “ygual dignidad es (y aún digo que mayor) recibir el cuerpo de jesuxpo, de la santa ara del altar que del santo árbol de la cruz, porque aquellos lo recibieron en los brazos y en las manos y estos lo reciben en el pecho e corazón”.
Fuente:
Los orígenes iconográficos de la Virgen de las Angustias de Estepa: el modelo de la Piedad. José Roda Peña. Universidad de Sevilla.
II Congreso andaluz sobre patrimonio histórico: Virgen de las Angustias. Escultura e Iconografía. Iltmo. Ayto. de Estepa. 2011