2/9/11

"CAMPUS STELLAE"


Un alo legendario envuelve a la milenaria ciudad de Santiago de Compostela, y buena culpa de ello tiene el término Campus Stellae “Campo de Estrellas”. Cuenta la leyenda, que allá por el año 814 tuvo lugar un hecho cuya trascendencia perdura en nuestros días. Un anacoreta llamado Paio (Pelayo), permaneció absorto ante la visión de unas estrellas luminosas en las proximidades de un antiguo cementerio, una necrópolis tardorromana en el bosque de Libredón. Éstas iluminaban un lugar oculto entre las zarzas, de entre las cuales pudo distinguir unas ruinas de lo que parecía ser una construcción funeraria que destacaba sobre la sencillez de las demás tumbas. Estupefacto por lo extraordinario del acontecimiento, optó por caminar los 18 Km. que separaban el lugar del hallazgo de la sede episcopal de Iria Flavia, la actual Padrón, donde pondría al corriente del hallazgo al que por entones era su obispo, Teodomiro.


Santiago (Jacob) el “Mayor”, había predicado por tierras hispanas, se dice que con poca fortuna; y en concreto pasó algunos años en el Noroeste peninsular, por tierras gallegas y asturianas. Corría el año 44 de nuestra era cuando decidió regresar a Jerusalén con algunos de sus discípulos, varios de ellos, hispanos, y fue decapitado ese mismo año por orden de Herodes Agripa.


Sus seguidores ocultaron su cuerpo, lo embalsamaron, y organizaron su traslado en barco desde Haifa (Palestina), rumbo a Hispania, para darle digna sepultura. Tras surcar el río Ulla, y su afluente el Sar, amarraron su barca ante un “pedrón”, término que dio origen al actual nombre de la población de Padrón, y que todavía se conserva bajo la iglesia de Santiago de dicha localidad.


Al desembarcar pidieron ayuda a la pagana reina Lupa para que les ayudase con el cuerpo, pero ésta usó todo tipo de trabas y artimañas para deshacerse de los incómodos huéspedes. Finalmente cedió en cederles unos bueyes –en realidad toros bravos-, para que tirasen de la carreta que portaba el sepulcro de Santiago. Tornados los toros bravos en mansa yunta de bueyes, la reina optó finalmente por darles protección, y los discípulos dispusieron que fuera la divina providencia quien decidiese el lugar del enterramiento, y allá donde se detuviesen los toros, acordaron que sería inhumado el Apóstol.


El devenir de los acontecimientos propiciados por el monje Paio, no debe sorprendernos, ya que desde la época de la muerte de Santiago, circulaban rumores sobre la ubicación de su tumba en algún lugar entre los que habría predicado. Rumores alimentados en el S. VIII por San Isidoro de Sevilla, y más tarde por el Beato de Liébana, ya que ambos afirmaban que Santiago Zebedeo estaba enterrado en tierras hispanas.

Teodomiro se apresuró a visitar el frondoso bosque de Libredón, donde observó como destacaba lo que parecía ser un sepulcro, dentro del cual había dos tumbas y un altar, y bajo el altar otra tumba con un cadáver decapitado, (así murió Santiago) no le quedó ninguna duda de que se hallaba ante el lugar del enterramiento del Apóstol y dos de sus más fieles discípulos, Teodoro y Anastasio.


Enseguida propagó la noticia, primero avisó a su rey, el monarca astur Alfonso II el “Casto”, (759-842) y posteriormente al Papa, León III, (quien había coronado emperador a Carlomagno en Aquisgrán en el año 800) y que oficializó el descubrimiento del sepulcro con la epístola "Noscat Vestra Fraternitas".

Corrían tiempos difíciles para la Hispania cristiana. El avance musulmán había sido contenido en el norte y noroeste, por donde se extendían los dominios de un pequeño reino cristiano, Asturias, al cual pertenecía Galicia; y la incipiente Navarra. El valle del Duero era un baldío desierto demográfico que servía de frontera natural entre los cristianos del Norte, y los musulmanes del Sur. En los Pirineos, la Marca Hispánica, bajo dominio Carolingio, hacia lo propio, y delimitaba el poderío del todopoderoso emirato de Córdoba, cuyo territorio llegaba hasta los confines del Duero, quedando muy expuestos los cristianos a las correrías de los ejércitos Omeyas. La falta de cohesión se evidenciaba tanto en un bando como en el otro, pero era el cristiano sin duda, en esos momentos de la historia, S. IX, el más necesitado de “hechos milagrosos” que asegurasen su pervivencia frente al poderío musulmán. En momentos tan delicados, un descubrimiento de tal calibre en tierras donde se combatía al infiel, era de lo más oportuno para aunar esfuerzos entre los diferentes reinos de la amenazada cristiandad.

Poco se conoce de los orígenes prerromanos de Santiago de Compostela, lo que sí se sabe es que tuvo tres nombres: el primero, Libredón, que para algunos sería céltico, entre los siglos IX y XI se le llama Arcis Marmoricis; y ya a partir de 1065, el Rey Fernando I, rey de Castilla y León, hizo público un documento en el que aparece como Compostella. Su toponimia es bastante discutida. El Cronicón Iriense (XI-XII) lo deriva de “compositum tellus, "tierra compuesta o hermosa". Aunque en latín esta acepción se asocia más bien a “cementerio”. En el XII la crónica de Sampiro dice de Compostella, “id est bene composita”, ciudad “compuesta, bien construida”. Y por último, y la más popular, es la que se refiere a “Campus Stellae” como “campo de las estrellas”.