24/6/11

LAS LÁGRIMAS DE SAN PEDRO. APROXIMACIÓN A LA FIGURA DE SAN PEDRO.


Los Evangelios son una caja de sorpresas. Una de ellas, y no la más pequeña, las negaciones de Pedro. Y la sorpresa es doble, porque sólo las escenas que la Iglesia primitiva consideraba de primera importancia, son narradas por los cuatro Evangelios, como lo lógico hubiera sido lo contrario: que los evangelistas no narraran la hora más negra de su Jefe. Tenían mil razones para ello: la necesidad de defender el prestigio de la autoridad, el hecho de que las negaciones de Pedro en el conjunto de la Pasión de Jesús son una mera anécdota, el temor a la incomprensión de los no cristianos, la lógica vergüenza de abrir la Historia de la Iglesia con un Papa cobarde y traidor. Y, sin embargo, lo cuentan los cuatro evangelistas, y con una amplitud relativamente desproporcionada para tal anécdota.

Hay personas que ven en los relatos evangélicos afanes mitificadotes y exaltadores. Tendrían que detenerse a considerar que los evangelios jamás disimulan la torpe pasta sobre la que la Iglesia fue construida, los fallos, las incomprensiones de los primeros apóstoles. Tal vez porque, como buenos teólogos, saben subrayar que es la Gracia de Jesús la que construye.

Y sobre todo, tratándose de las lágrimas de Pedro, porque piensan que tales lágrimas del arrepentido son mucho más importantes que las lágrimas del acobardado. O quizás porque Pedro contaba a todo el que quería escucharle, su hora negra, que es, sin embargo, en su amor y desamor, lo que mejor define su persona.

Pedro era, según lo conocía Jesús, un diamante en bruto. Su cultura no iba mucho más lejos de lo que los niños aprendían en la Sinagoga. Que era un hombre inquieto sobre la marcha del mundo, lo prueba el hecho de que se hubiera desplazado de Galilea a Judea para oír a Juan el Bautista. Era uno de tantos judíos que presentían que algo está a punto de suceder. “Algo”. Y ciertas instituciones profundas del alma nunca suelen fallar.

Su carácter era una confusa mezcla de audacia y cobardía: o mejor, era alguien que podía pasar en cuestión de segundos de la audacia a la cobardía. Era un radical, enemigo de las medias tintas, y ponía al servicio de este extremismo una violencia típica de los Galileos y de su oficio de pescador.

Le veremos echarse a nadar sobre el agua porque Jesús se lo manda y un minuto después gritar aterrado pedir auxilio porque se hunde en el agua. Le oiremos proclamar convencido que Jesús es el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16), que sólo Jesús tiene Palabras de Vida Eterna (Jn 6, 79-70), y pocos días más tarde le veremos casi insubordinándose cuando Jesús anuncia su Pasión, riñendo a su Maestro, diciéndole que esas palabras no se realizarían jamás. (Mt 16, 23). Se escandaliza ante la idea de que Jesús le lave los pies porque ése era oficio de esclavos, no de su Maestro, y tras una simple explicación de Jesús, gritará que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Oiremos en la Última Cena sus protestas más tajantes de fidelidad, y unas horas más tarde, se dormirá en el Huerto de los Olivos. Le veremos empuñar virilmente la espada y agredir a uno de los soldados del pontífice y quedarse luego tan aterrado como los demás, cuando cogen preso al Maestro y se lo llevan. Es tan audaz y atrevido que se mete en la boca del lobo, en el patio del sumo sacerdote, mezclado con los soldados enemigos que han hecho prisionero a su Maestro, y se vendrá abajo como una torre de naipes con la simple mirada de una mujer.

Este es Pedro, alguien tan parecido a nosotros como para no conocerlo y comprenderlo.

Pedro pertenecía a este grupo de personas que tienen una gran estima de si mismos, pero una imagen no de autoestima, ni negativa, sino aureolada.

Las personas que viven de su imagen aureolada, no ven más que sus aspectos positivos y son incapaces de aceptar los aspectos negativos de su personalidad y de sus comportamientos. Viven apoyados en una falsa imagen de si mismos. Sencillamente no se conocen.

A la luz de estos principios comencemos a leer el drama de Pedro.


Entonces Jesús les dijo:

“Todos vais a fallar por mi causa esta noche, Heriré al Pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después de resucitar iré con vosotros a Galilea”.

Pedro le respondió:

“Aunque todos te fallen por causa tuya, yo no fallaré”.

Jesús le dijo:

“Te aseguro que esta misma noche, antes del que el gallo cante, me habrás negado tres veces”

Pedro le explicó:

“Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” (Mt 26, 31-35)


Pedro cree conocerse a si mismo hasta el hondón más profundo de su ser. A sus propios ojos. Aparece como un hombre de cuerpo entero, generoso, honesto en sus palabras, valiente, viril, fiel a Jesús incluso hasta la muerte.

Pero Pedro, al hablar de su muerte, está pensando en una muerte heroica, gloriosa. Morir con la espada en la mano, morir como los Macabeos, aquellos héroes nacionales judíos que murieron patrióticamente defendiendo a su pueblo contra los invasores paganos a las órdenes del rey Antíoco.

Hasta ahí llega Pedro, acepta la muerte heroica, pero no acepta morir como su Maestro: humillado, en silencio, siendo objeto de burla. Ni se conoce a si mismo, ni conoce al Maestro. Veámoslo.

En esto llegó Judas, uno de los Doce, con un tropel de gentes armados de espadas y palos. Se acercó a Jesús y lo besó. Jesús no reacciona como Pedro esperaba, sino que le dice:

“Amigo, ¿a esto has venido?”

Luego lo arrestan. Echaron mano a Jesús y lo prendieron (Mt 26, 49-50).


Pedro es de sangre caliente, arrebatado, que ponía el corazón en todo lo que hacía referencia a Jesús. Quiere llevar hasta sus últimas consecuencias la veracidad de sus palabras. No lo pensó dos veces. El maestro estaba en peligro. Le hirvió la sangre. Ha dicho que morirá como un héroe por su Maestro con la espada en la mano, y desenvaina la espada, y con todo el vigor del viejo lobo de mar que ha robustecido los músculos de sus brazos remando contra corriente, arriando las velas de su barca, guiando con poder el timón en contra de mareas, huracanes o tempestades desatadas, descarga viril un golpe certero sobre la cabeza de Malco, criado del Sumo Sacerdote. A este pobre asalariado le salvó el casco o capacete de acero que cubría su cabeza, porque la espada resbaló y le cortó la oreja.


Pero Jesús ordenó a Pedro:

“Guarda tu espada, pues todos los que empuñan su espada para matar, a espada morirán” (Mt 26, 52)


El maestro desautoriza públicamente a Pedro. No permite que se responda a la violencia con la violencia. Eso equivaldría a entrar en un espiral de consecuencias negativas incalculables.


Pedro ya no entiende nada. Y dejándose llevar de su corazón se pregunta indignado y confuso:

“¿Si quería morir, por qué nos ha llamado a seguirle? Si yo no puedo echar mano de la espada ¿por qué no vienen esas famosas legiones de ángeles, por qué Dios no salva a su Consagrado? ¿por qué se deja aprehender aquí, de noche, como si fuera un malhechor?

Pedro está desconcertado en su identidad. Jesús le acaba de romper la imagen aureolada y heroica que tenía de si mismo. Ya no sabe quién es él, qué tiene que hacer, cuál es su papel en el Reino de Dios. Pero tampoco sabe quién es Jesús.


Se le acercó una criada y le dijo:

“Tú también estabas con Jesús, el galileo”.

Pero el negó ante todos diciendo:

“Mujer, no sé de qué me hablas” (Mt 26, 69-70)
Pedro no es un bellaco, puesto que estaba dispuesto a morir. Ni se deja llevar por el miedo. Habla desde el desconcierto, el desasosiego y la turbación.

Salió después al portal, le vio otra criada y dijo a los que había allí:

“Este andaba con Jesús de Nazaret”

Y por segunda vez negó con juramento:

“Yo no conozco a este hombre” (Mt 26, 71-72)



Es verdad, Jesús se ha convertido para Pedro en un enigma, la imagen que tenía de si mismo y de Jesús está derrumbándose como un castillo abandonado.

“Ya no sé lo que quiere, no sé quién es. Dios siempre interviene a favor del justo. ¿Por qué no interviene ahora a favor de Jesús? ¿Es que no era justo? ¿Nos ha engañado?”

Y en esta maraña de preguntas sin respuestas, desbocado su corazón, jura e impreca contra Jesús. No sabía lo que hacía. Psicológicamente hablando había caído en un estado de confusión mental, es decir de la disminución de la actividad de la conciencia, de una obnubilación, hasta llegar a un estado de estupor.

Pero un rayo de luz comienza a filtrarse, tenue y vigoroso, rompiendo la densidad de su confusión mental. Pedro comienza a pensar ahora de modo totalmente diferente.

“He aquí al hombre de quien yo me serví siempre para tener una posición de privilegio, para cultivar mi imagen personal aureolada ante los discípulos y ante las masas, y que ahora va a morir por mí”.

Se rompe el velo y Pedro comienza a intuir que Dios se revela precisamente en Cristo abofeteado, insultado, negado por él. Y comienza a comprender a Jesús, Pedro hubiera querido morir por su Maestro, pero ahora entiende la vida de otra manera.

“No, mi puesto es dejar que él muera por mí, que sea más bueno, más grande que yo. Quería ser más que él, quería ir siempre por delante de Jesús, precisamente cuando durante toda mi vida no he sido capaz de entender su Misterio. Y ahora en cambio es él quien me ofrece esta vida suya que yo no he comprendido y he rechazado”.


Ante el drama de Pedro surgen dos interrogantes graves: ¿Quién soy yo? ¿Qué imagen tengo de mí mismo? ¿De autoestima, negativa, aureolada? La verdad es ésta.

“Yo no soy lo que creo ser, yo no soy lo que los demás creen que soy, soy lo que Dios ve que soy ahí, en el hondón más hondo de mi ser. Y ¿qué soy ahí?

Hay que tener mucho coraje para mirar sin pestañear la imagen exacta que refleja el espejo de la verdad. Jesús desmonta la idea de un “Mesías socio-político-religioso” que rondaba la cabeza de Pedro, lo mismo que la de sus coetáneos. Pero también desmonta la idea de un Mesías que salva desde fuera. No; Jesús salva desde dentro, dándolo todo, dándose todo. Desde el amor crucificado.

¡Qué difícil nos resulta dejar a Dios ser Dios en nuestra vida, dejarnos salvar! Nos parecemos al niño chico que se ha levantado enfurruñado y que la madre intenta arreglarlo, lo que hace ella peinándolo con las dos manos, el niño lo deshace con una. Somos así.

A Pedro lo salvó el amor paciente de su Maestro, y es que a la postre sólo nos salva el amor.

¡Por favor!, abre los oídos y los ojos: “¡Porque cada minuto que cierras los ojos, pierdes sesenta segundos de luz… de su Luz!”

Prudencio López Arróniz
Padre Redentorista