15/6/11

LA PASIÓN SEGÚN SAN PEDRO

El Arzobispo de Mérida-Badajoz, monseñor Antonio Moreno, además de obispo es periodista. En este Espléndido testimonio que resuma fe, esperanza y amor, a la vez que maestría literaria, ha logrado ponerse en la piel del primero de los Apóstoles.

Yo, el apóstol Pedro, reconozco que es cosa poco acostumbrada que un bienaventurado como yo, morador de la Casa del Padre, acuda a la llamada insistente del redactor de esta página para trasladar a su mente y a su pluma los sentimientos vividos en mi existencia terrena, durante el Triduo pascual de la primera Semana Santa. Como yo no soy evangelista, he cedido a su insistencia, a fin de que ustedes, los lectores, conociendo en directo mis disparates y el amor infinito a Jesús mi Maestro, se animen a seguir sus pasos evitando mis tropiezos. Le cedo, pues, mi palabra para que utilice la primera persona, se entiende que por esta sola vez.


I Preludio

A mí siempre me sentó fatal eso de que mi Maestro tuviera que ser arrestado por unos forajidos, condenado por un tribunal infame, clavado y muerto en la cruz. Por mucho que Él repitiera lo de la resurrección al tercer día, yo no podía digerir semejante barbaridad. Y, como nunca tuve pelos en la lengua, así se lo solté a Jesús en una intervención inoportuna, como todas las demás.

Andábamos por Cesarea cuando Jesús nos anunció con toda seriedad que tenía que subir a Jerusalén, donde los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos le harían sufrir mucho hasta matarlo, aunque resucitaría después. Yo lo llamé aparte y le dije: “¡Lejos de Ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!”. Él me cortó en seco y me dijo severamente: “¡Quítate de mí, Satanás, escándalo para mí! Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Yo me callé avergonzado y dije para mí: Por más que lo intento, no doy una en el clavo. Y recordé como poco antes en la tormenta del Lago, yo, dándomelas de valiente, salí a su encuentro andando sobre las aguas y empecé a hundirme lleno de miedo. Viéndome así, me reconvino con cariño: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”.


Regalos del Maestro

En cambio, yo no había dudado, y eso me reconforta, cuando, a su pregunta de quién creíamos los discípulos que era Jesús, salté enseguida, con una fuerza interior extraordinaria: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Fue entonces cuando me puso el nombre de Pedro, y afirmó que sobre esa piedra, tan ruin como yo soy, iba nada menos que a edificar su Iglesia, con todo lo demás que ustedes saben. Yo sí que me quedé como una piedra, confundido hasta los tuétanos, pero invadido también por un torrente de fe y de amor, que nunca, ni cuando lo negué tres veces, ha menguado lo más mínimo en mi persona.

Pienso en el regalo que Él me hizo cuando, con los hermanos Zebedeos, subimos al monte Tabor: nos inundó a los cuatro la gloria del Padre y se aparecieron Moisés y Elías. En medio de tanta grandeza, no tuve otra ocurrencia, deslumbrado y aturdido, que la de las tiendas de campaña. Marcos, que me conocía bien, diría luego en su evangelio que yo no estaba en mis cabales diciendo semejante cosa. Pero sí que oía la voz del Padre diciéndonos, más o menos, lo que yo había proclamado en Cesarea: que Jesús era su Hijo amado. Aquel preludio de la resurrección de Jesús y de su gloria divina afianzó, en lo más hondo de mi ser, la fe inquebrantable en mi Maestro, como yo lo contaría más tarde en la segunda de mis cartas católicas a los cristianos de la Iglesia primitiva.


Drama

Desde entonces aproveché cualquier pretexto para demostrarle mi lealtad, aunque casi siempre pasándome de rosca, cuando no metiendo la pata. Esto se pondría especialmente de relieve en los días de su Pasión, en tres escenarios diferentes y sucesivos; el Cenáculo, el huerto de Getsemaní y la casa de Caifás. Yo no buscaba protagonismo de ninguna clase, pero confieso que, al comprobar que las cosas iban en serio, y que Jesús avanzaba hacia la muerte como un cordero al holocausto, me puse nerviosísimo y como fuera de mí, sin dar pie con bola. Así hay que entender mi reacción tozuda y casi histérica para impedir que Jesús me lavara los pies en la noche de la Cena. Tengo que confesar que aquello lo hacía yo desde mi pobreza y mi indignidad. Pero cuando me advirtió el Señor severamente que, si no me dejaba lavar, no tendría parte con Él, me pasé estúpidamente al extremo contrario, ofreciendo a la jofaina y a la toalla también mis pies y mi cabeza. Torpe de mí, que no me había enterado de su advertencia previa: “Lo que yo hago no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde”. Algo de eso se vislumbró inmediatamente después, al decirnos Jesús que nosotros estábamos limpios, pero no del todo ni tampoco todos.


Luego, a lo largo de la Cena, fui entendiendo yo de sobra que los misterios que estaban aconteciendo en el Cenáculo exigían de todos nosotros un alma inmaculada. Jesús habló luego de un traidor entre los presentes, y yo, entre la ansiedad y la imprudencia, le dije a Juan que le preguntara al Señor quién era el traidor, cosa que, como es sabido, aclaró Él mostrando a Judás, que comía en su mismo plato. Ante esto, aunque callé como un muerto, me quedé de una pieza, viendo que aquel sinvergüenza, que llevaba las cuentas del grupo, y luego supe que robaba, había vendido vilmente a mi Maestro. Jesús lo hizo salir de la sala, so pretexto de darle un encargo, pero sin descubrir las cartas todavía. Luego nos abrió su corazón para decirnos que su alma estaba triste hasta la muerte, y que aquella noche todos nosotros nos íbamos a escandalizar de Él, o sea, que íbamos a echar a correr abandonándolo.


Mi arrogancia

¡Lo que faltaba! Esto aumentó mi tensión hasta el máximo y me puso en el disparadero. Con la misma energía, arrogancia y amor que poco antes, en el lavatorio de los pies, le dije emocionado: “Señor, aunque todos se escandalicen de Ti, yo nunca me escandalizaré”. Jesús contestó: “Yo te aseguro, Pedro, que esta misma noche, antes de que el gallo haya cantado dos veces, tú me habrás negado tres”. Y yo, erre que erre, “Aunque tenga que morir contigo, yo nunca te negaré”.

El Señor no me echó en cara esas fanfarronadas, tan sinceras como insensatas. Es más, como refiere el evangelio de Lucas, no retiró una palabra de lo que me había dicho un poco antes, y que yo agradecí confundido: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha recibido el poder de cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.

Yo me quedé abrumado, derretido de amor y de humildad (y sólo después de Pentecostés calé el valor inmenso de esta oración de Jesús, garantía de la firmeza de los Pedros-piedras que me sucedieron en Roma).

Terminada la Cena y la Eucaristía, cantamos el himno pascual. Jesús se irguió el primero en su diván y nos dijo: “Ea vámonos”. Salimos en un silencio espeso, bajamos al valle del Cedrón para ascender de nuevo, al son de nuestras pisadas, hasta el monte de los Olivos, llena el alma de presagios. La agonía del Señor en Getsemaní. Entré con mis compañeros sin Judas, y me prometí a mi mismo no piar ni hacerme notar lo más mínimo. Pero el Señor se apartó a orar, como a un tiro de piedra, y quiso que, como en el Tabor, le acompañáramos, a discreta distancia, Santiago, Juan y yo, con claros indicios de que necesitaba nuestra compañía. Con razón escribió Lucas, tan preciso siempre, que Jesús, para orar en su agonía, tuvo que arrancarse de nosotros.


Su oración y mi sueño

Siento no poder reflejar aquí en directo aquella trascendental oración de Jesús, porque, como es sabido, me quedé dormido como un tronco, igual que los del Zebedeo. Fue terrible. El Señor, agotado hasta el extremo, se acercó a nosotros por tres veces, con intervalos de una hora. Se dirigió a mí, el primero, y me reconvino con mansedumbre: “¿No habéis podido velar una hora conmigo? Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Me quedé abrumado y abatido, viendo que a mi Señor le importaban más mis tentaciones y mi debilidad que su propia desolación. No andaba equivocado, como yo comprobaría pocas horas después. El Señor siguió orando, volvió dos veces más y nos dejó roncando sin decir palabra, porque, como puntualiza nuevamente Lucas, nuestros ojos estaban cargados, ¡Y tanto que lo estaban! Nadie sabe cómo fueron, al menos para mí, los días que transcurrieron entre las palmas del domingo y el prendimiento del jueves.

Pues bien, o sea mal. ¡Ya lo teníamos allí! Vimos bajar las antorchas por la otra vertiente del Cedrón, y se acercaron con estrépito a nuestro olivar. Jesús se irguió confortado y descorrió el telón del drama: “Mirad que ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vámonos, mirad que el que me va a entregar está cerca”.

Me ahorro el saludo repugnante de Judas a Jesús. Pero otra vez, mal que me pese, tengo que hablar de mí mismo, porque esta vez mi amor ardiente al Maestro me hizo enfrentarme, bravucón, a los esbirros del Sanedrín con una de las dos espadas que había en el Cenáculo y que, contra su consejo, había guardado yo bajo mi manto, por lo que pudiera pasar. Y, del dicho al hecho, me abalancé contra uno de los asaltantes por nombre Malco, siervo del Sacerdote, y blandí torpemente la espada sobre su cabeza, sin más trofeo que el de una oreja sanguinolenta, que el Señor, con suprema delicadeza, devolvió milagrosamente a su sitio natural.


III Desenlace

Después, agitado mi corazón por las tensiones más dispares y desgarradoras, me las arreglé como puede para seguir en la obscuridad al grupo de valientes que arrastraban al Cordero inocente, acompañando a otro discípulo hasta el atrio del palacio de Caifás, que es como decir la boca del lobo. Primero fue la portera, fisgona o cumplidora, no lo sé. Luego, ésta misma y otra de la servidumbre me persiguieron en otras estancias con la misma cantinela. Finalmente, logré escurrirme hasta la planta baja y me mezclé con guardianes y criados que pasaban la velada al amor de la lumbre. Si arriba me había delatado involuntariamente el discípulo acompañante, abajo me descubrió el deje de mi pronunciación galilea, que nos marcaba en cualquier sitio a los pescadores del Tiberiades. Y, para colmo, uno de los contertulios de la lumbre era amigo de aquel Malco, a quien corté la oreja en Getsemaní.


Total, que yo, a lo bruto y sin andarme por las ramas, me negué siempre en redondo: “¡Nunca he conocido a ese hombre!” Y cuando más me acorralaban, más juraba y perjuraba, con gruesas interjecciones, que jamás había conocido al Nazareno. En esas estábamos, cuando oí el canto del gallo, no sé si el primero o el segundo, pero yo sí que había negado a mi Maestro más de cinco o tres veces. Naturalmente, aquel quiquiriquí hendió todo mi ser hasta los tuétanos y me sentí absolutamente desgraciado. Abandoné el grupo, con mirada errática, sin saber ni a qué ni a dónde dirigirme.

Fue entonces, Señor Jesús, cuando, al trasladarte a Ti a otra estancia, volviste hacia mí tu mirada con una hondura, estremecimiento, belleza y serenidad que ni siquiera desde la luz eterna que disfruto ahora alcanzo a describir por terceros. La mirada mía a tus ojos purísimos te lo dijo también todo y para siempre. Semanas más tarde, inmersos ya en el gozo de tu Resurrección, y en un amanecer mágico, místico, del Tiberiades, te pude ratificar mi amor hasta el martirio, sintiéndome ya, por tu predilección, el primer pastor universal de la santa Iglesia para apacentar a tus ovejas y corderos.

Meditación

¿Por qué un sujeto como yo, rudo y duro patrón de Galilea, desmesurado y fanfarrón, tosco y mal rematado en mis maneras, con un historial de errores y fracasos coronados por un delito de traición, por qué yo, Maestro y Señor, he sido depositario de unos dones tan altos? Mi caso, ya lo comprendes Tú y también los que esto leen, no es el de María de Nazaret, llena de gracia, bendita entre las mujeres. Me acojo a la respuesta que diste a mi hermano Pablo de Tarso y que él transmitió a los corintios: “Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios… El que se gloríe, gloríese en el Señor”.

Permítanme también, el Señor y los lectores, que añada yo un punto de mi propia cosecha, para explicar mi caso, como el de todos los profetas, pontífices, elevados por algún título a la cúspide religiosa social, incluidos los sacerdotes y líderes cristianos. A mí me parece que, en mi pobre persona, te cayeron bien la espontaneidad, el arranque, la veracidad en la entrega. Así como la deportividad en asumir los fracasos y la confianza filial, casi infantil, en tu Padre, que es el mío, y en Ti, mi Señor, amigo y salvador.

Pedro de Betsaida.