29/9/10

MADRE


Te conocí una tarde color primavera. Fue al girar la esquina de la calle donde vives que, quizá embriagado por el aroma que llenaba mis sentidos, alcé la vista y mis ojos se encontraron con los tuyos.

Nunca vi tal serenidad en mirada tan triste. Nunca la primigenia belleza en un rostro así plasmada. Caminabas nerviosa, con paso corto, acompasado. Tu serena tristeza, presentía la angustia de alguien que busca y no encuentra, de alguien que mira y no ve. Entre la gente, bulliciosa y festiva, te movías como ausente, perdida, absorta en ese drama sagrado que te tocó vivir. Adivinabas por momentos su presencia, casi podías tocar su voz pero el tiempo, inquebrantable en su tarea, había ya dictado sentencia y él no estaba allí. Ni un reproche de tus labios, ni un gesto de rencor y sólo el anhelo de verlo, sentirlo y amarlo, te hacían seguir. Con el alma rota, enjuta de pena y camino a la locura, alzaste tus ojos al cielo, y sólo pudiste llorar. Cataratas de estrellas bañaban tus mejillas como baña el sol de la tarde y miles de reflejos se encontraron en ti. Comprendí entonces el temor de tu mirada, hice entonces mía la razón de tu dolor, bajo aquel paño púrpura lloré como un niño y fue entonces que tu mano divina, me consoló.

Bendita luz cegadora,
Bendita la luz de tu pasión,
Bendita la luz de tus ojos
Y bendita la luz de tu dolor.


Desde entonces cada año, cada tarde estoy allí. Te espero impaciente en el mismo sitio y fiel a nuestra cita tú acudes siempre. Cada año es distinto y cada tarde es igual. Voy de la mano contigo y la calle, como cómplice habitual, nos saluda a tu paso, y nos enseña el camino. Y ya al atardecer, cuando el sol postrero y ladino se esconde, obligando a la joven luna a debutar y la recia penumbra envuelve con su manto anodino a la tarde, es entonces, cuando esa coral de traviesas y bigardas chiquillas, acalladas hasta entonces por mandato supremo, se sublevan, pidiéndole a gritos al pábilo carcelero, que les de la libertad. Y comienza la luz de la noche en un estallido de color que te confiere suprema belleza, inigualable hermosura que contemplan atónitos los ojos llorosos de los que a tus pies se postran. Y al final, cuando todo termina vuelvo a casa contigo. Cansado, pero con la impaciencia del que sabe que pronto llegará otra tarde otro día en que podré volver a verte.

Todo el azul del cielo por una mirada tuya, las estrellas del firmamento por poderte acompañar, en ese viaje que haces año tras año, en busca de los anhelos que te hacen llorar. Nunca olvidaré aquella tarde, porque todo lo que encontré en ti fue perdón. Nunca olvidaré aquella historia, ocurrida ya hace mucho tiempo, entre un nazareno y la madre de Dios.

Rafael González Aguayo
Boletín Cruces y Luces 2010

Fotografía: Marly en el Boletín Cruces y Luces 2010.