15/7/09

BIOGRAFÍA HUMANA DE LUIS SALVADOR CARMONA (1708-1767)

El que llegaría a ser famoso escultor, nació en la localidad vallisoletana de Nava del Rey el 15 de noviembre del año 1708. Diez días después, sus padres Luis Salvador, natural del lugar, y Josefa Carmona, de Medina del Campo, le bautizaron en la iglesia parroquial de los Santos Juanes, imponiéndole por abogado a San Francisco Javier. El matrimonio tuvo otros tres hijos, Pedro, Andrés y Tomás y todos formaban una humilde familia cuyos únicos ingresos económicos procedían del modesto trabajo que desempeñaba el marido y del fruto de un par de pequeñas viñas que, con el paso del tiempo, tuvieron que vender para atender a su manutención y hogar. El abuelo paterno era ermitaño de Nuestra Señora de la Concepción y su tío, Francisco Rodríguez, músico bajón en la iglesia parroquial.

Durante su infancia Luis sintió inclinación por las manualidades artísticas entreteniéndose en recortar estampas y en tallar figurillas con ayuda de una pequeña navaja y una cuchilla de cocina, ofreciendo al parecer rasgos de precocidad. La tan manida historieta puede que tenga cierta verosimilitud dado el interés y belleza de las obras de arte que la iglesia parroquial de su pueblo natal podía brindar como modelos a un joven despierto.

Además Nava vivía un momento de auge económico que le permitía proseguir con dignidad el amueblamiento de su templo principal, el cual recientemente había sufrido las consecuencias de un hundimiento parcial de su torre. La presencia de ensambladores procedentes de Medina del Campo y de Valladolid, tales como Francisco Martínez de Arce y Juan Correas, de obras escultóricas originales de Juan y de Pedro de Ávila que seguían la estela de Gregorio Fernández o de Bernardo Rincón, así como la llegada de otros artífices salmantinos, como el ensamblador Pedro de Gamboa o el escultor José de Lara, responsables de la sillería coral de la iglesia, justifican sobradamente que se suscitara la emulación en sus inclinaciones estéticas.

Obtuvo en Segovia el espaldarazo para iniciar la adecuada formación artística, ante un canónigo al que demostró los principios y habilidades de su ingenio quien convencido de la capacidad del muchacho avaló desinteresadamente su formación artística y, con el consentimiento paterno, logró enviarle a Madrid para que estudiase en el taller del asturiano Juan Alonso Villabrille y Ron, el escultor más acreditado que había en aquel momento en la Corte.

El contrato de aprendizaje de Luis Salvador fue suscrito por José Martínez de Arce, que se ha supuesto fuese el ensamblador medinés de este nombre hijo de Francisco Martínez de Arce, lo cual resulta algo problemático ya que el 24 de junio de 1723, cuando se firma la referida obligación, éste contaba cinco años más que Carmona, siendo extraño que actuara como tutor y responsable del futuro escultor alguien que tampoco había cumplido la mayoría de edad. Es más probable que fuese el licenciado José Martínez de Arce, tío del ensamblador, quien representó legalmente al padre del aprendiz, y cuya biografía habrá que conocer para justificar su relación con Villabrille.

La estancia de Carmona en casa de este último superó los límites establecidos por la vigencia del contrato (hasta el 24-VI-1729), tiempo durante el cual colaboró directamente en obras personales de éste. Sus excelentes condiciones hicieron que el yerno de Villabrille, el escultor segoviano José Galván, le propusiera asociarse con él para seguir beneficiándose de los encargos que recibía el taller. Su vinculación tuvo que finalizar al morir el maestro de ambos, momento en que Carmona decidió establecerse por su cuenta, primero en la calle de Hortaleza, después en la de Santa Isabel y hacia 1740 en la denominada Fúcares o de Jesús (de Medinaceli), esquina a Gobernador, en Madrid.

En 1731, con casi 23 años, contrajo matrimonio en la iglesia de San Lorenzo, ayuda de parroquia de la de San Sebastián, con la madrileña Custodia Fernández de Paredes, que apenas contaba 16 años. Ella aportó una sustanciosa dote valorada en 16.830 reales, entre pinturas, ropa blanca, vestidos, muebles, joyas y dinero en efectivo a lo que se sumó Carmona «por vía de arras», en atención «a las muchas y buenas prendas y virtudes» que concurrían en la novia, otros 1.683 reales que confiesa cabían en la décima parte de los bienes que poseía el artista en ese momento. Con ella tuvo cinco hijos de los que tan sólo le sobrevivieron dos: Andrea y Bruno.

Como sus facultades artísticas y seguramente organizativas le permitían afrontar encargos de volumen considerable, tanto en número como en tamaño, su prestigio comenzó a afianzarse sobre todo a partir de 1739 en que tuvo que responder como «artífice de toda satisfacción» a la importante colaboración que le solicitó el ensamblador vasco Miguel de Irazusta con destino a la iglesia de Santa Marina de Vergara. Tal conjunto le abrió las puertas del País Vasco y le facilitó relacionarse con una poderosa clientela que iba a reclamar insistentemente sus creaciones siempre dotadas de una calidad y belleza altísimas.

En la década de los años 40 empezó a trabajar, con otros muchos artistas, en la decoración del nuevo Palacio Real a las órdenes del escultor carrarés Gian Domenico Olivieri. Labor tan dura como la talla en piedra la simultaneó con numerosas peticiones de obras en madera, escalonadas en el tiempo, destinadas a iglesias guipuzcoanas o navarras, realizadas asombrosamente mientras se ocupaba en otras para La Granja de San Ildefonso o para particulares, parroquias y congregaciones religiosas de Madrid.

Los activos protagonistas de la denominada «hora navarra» residentes en la Corte encontraron en él al mejor traductor de sus sentimientos estéticos. Para la iglesia nacional de San Fermín de los navarros, situada entonces en el Prado de San Jerónimo, trabajó a partir de 1743 un amplio muestrario escultórico capaz de satisfacer las aspiraciones espirituales, emotivas o artísticas de sus clientes los Indaburu, Aldecoa, Gastón de Iriarte, Lavaqui o Goyeneche.

Establecida la Junta preparatoria para la creación de una Academia de Bellas Artes, presentó en 1746 a la consideración de ésta varios modelos de barro o yeso en bajo relieve (Hércules recostado y arrimado a su clava y «el modelo vivo de la Escuela en una de sus posturas más especiales») con el fin de conseguir un asiento en la sala en que se impartían enseñanzas de pintura y escultura. Se atendió a su petición, sin mayor dificultad, «por su habilidad, nacimiento, buenas costumbres y maduro juicio» y pudo asistir a las sesiones académicas a partir de ese momento colocándose después de los maestros y delante de los discípulos. Siempre dejó claro su interés por la enseñanza hasta tal punto «que no sólo quería aprovechasen los demás» sino que contribuyó a fomentar la junta y las sesiones de estudios que se celebraban en casa del maestro Olivieri.

Animado por ello y tratando de alcanzar lo que algún otro había logrado, con 40 años aspiró a recibir nombramiento y sueldo de escultor del Rey Fernando VI pero sus pretensiones no fueron bien vistas por otros artistas y hubo de esperar cuatro años más a que, oficialmente, sus cualidades artísticas y pedagógicas se reconocieran por la recién creada Academia de San Fernando en la que fue designado Teniente de Escultura junto con sus compañeros Juan Pascual de Mena y Robert Michel, bajo las órdenes del puntilloso Director Felipe de Castro. En su empleo cobraba la exigua cantidad de 1.500 reales al año pero, a cambio, gozaba de la condición de nobleza.


Quien le conoció aseguraba que era «hombre serio, de aspecto grave y aunque de pocas palabras… tuvo tan bellas prendas que demás de su notoria habilidad, por su persona y trato era sumamente recomendable». Conocedor y orgulloso de sus propios méritos y de la calidad de su obra, no admitía correcciones y sentía gran autoestima y hasta cierto engreimiento al no valorar ni respetar a quien no merecía semejante desconsideración, como le recuerda en una ocasión el mencionado Castro, lo que no le favorecía en nada para conseguir sus aspiraciones profesionales. De acreditada religiosidad, devoto, infatigable trabajador, prolífico tanto para la invención como para la ejecución, en su vida privada como en la profesional fue también cuidadoso, detallista y minucioso.

El núcleo familiar, aparte de su esposa, lo integraba su hija mayor, Andrea, que a los 17 años casó en 1751 con José Manuel Moreno, por entonces Fiel registrador de sisas reales y municipales en la Puerta de Atocha y diez años después Oficial de la Contaduría de valores; Bruno que, tras un periplo americano (1754-1761) como dibujante de botánica en la Expedición de Límites, se estableció en Madrid; y sus sobrinos, el también escultor José, los grabadores Manuel y Juan Antonio y Jacinta, hijos todos de su hermano mayor Pedro. Asimismo disponían de una criada (María de las Heras) y de varias lavanderas a su servicio.

Según parece contó con la protección de Don Baltasar de Elgueta, Intendente de la obra del nuevo Palacio Real, y en el círculo de sus amistades más próximas se encontraban su «primo», como le llama en alguna ocasión, Don Agustín González Pisador, administrador de la parroquia de San Sebastián, nombrado en 1754 obispo de Tricomia «in partibus infidelium» y auxiliar de la diócesis toledana, que en 1760 tomó posesión del obispado de Oviedo, y el ensamblador Diego Martínez de Arce, que continuaba colaborando con el escultor todavía en aquel último año. Además tuvo estrecho trato con los pintores italianos que residían en La Granja, Domenico Maria Sani, cuyas hijas pasaban temporadas en su casa, y Sempronio Subisati.


No hay constancia de que volviera alguna vez por su tierra natal pero, sin duda, estaría al corriente de todas las novedades que sucedían en ella tales como la construcción del nuevo edificio del Ayuntamiento (1732) o la magnífica sacristía (1733) de la parroquial trazada por Alberto Churriguera; la fundación del convento de madres capuchinas (1741); la ampliación del de agustinos recoletos; el trágico destino del dominico fray Mateo de Leciniana (1702-1745), martirizado en el Extremo Oriente, o la promoción a las sedes episcopales de Teruel y Oviedo de D. Francisco José Rodríguez Chico (1757) y D. Agustín González Pisador (1760) respectivamente, todos ellos compañeros de juegos infantiles; la muerte del hermano Antonio Alonso Bermejo en olor de venerable (1758); las obras de arte que llegaban a los establecimientos religiosos, como la escultura titular del Hospital de San Miguel, original de Alejandro Carnicero, u otras en cuyo encargo seguramente él intervendría destinadas al convento de los frailes, a la parroquia o a las madres capuchinas.


Por su parte, en los primeros años de ausencia, daría cuenta a sus familiares de la marcha de su aprendizaje y, más tarde, del inagotable éxito profesional que cosechaba en la Corte, de sus cargos y comisiones, y de sus relaciones sociales, constituyendo la mejor demostración de su buena posición, afecto e interés hacia los suyos el envío de cantidades de dinero y la asignación de 3 reales diarios a su padre además de velar por el futuro de sus sobrinos, por los tres que seguían sus pasos artísticos y por el que había decidido abrazar la carrera sacerdotal.

En su taller y en distintos momentos, aparte del hijo y de sus tres sobrinos, se formó también Francisco Gutiérrez que en 1747 marchó a Roma a continuar su carrera como pensionado y del que se sentía muy orgulloso; Alfonso Chaves que se empleó, años después, en la Real Fábrica de la China del Buen Retiro, y el santanderino Manuel de Acebo que acabó instalándose en el País Vasco. Pero, sin duda, tuvo que contar a su servicio con numerosos aprendices, oficiales de escultura y pintores para poder cumplir puntualmente con los encargos que recibía. Falta por averiguar si alguno de los escultores vascos que acusan estrecha relación con su obra -Juan Bautista Mendizábal, Francisco de Echeverría, Francisco de Asurmendi- estudiaron directamente con él o aprendieron en el estudio de la extensa producción que Carmona dejó en territorio vasco-navarro.

En 1755 falleció a los 40 años la esposa del escultor y tres años después murió en Nava su padre. Carmona decidió en 1759 volverse a casar, esta vez con Antonia Ros Zúcaro, huérfana sevillana muy bien dotada económicamente, a la que casi doblaba en edad; incluso tuvo humor en hacerse para tal ocasión un traje nuevo. La felicidad familiar duró poco pues su joven esposa falleció, de sobreparto, en 1761 sin dejar descendencia. Fue por entonces cuando el artista comenzó a manifestar desánimo y cierta inclinación hipocondríaca.

En julio de 1764 Carmona gozaba ya de un precario estado de salud. Según opinión de quien le visitó en ese momento, se hallaba tan «poseído de melancolía que apenas puede dar golpe». Su estado depresivo se agravó con otras enfermedades y la progresiva falta de vista terminó de minar su espíritu y toda capacidad para el trabajo. Jubilado de sus funciones docentes en 1765 por estar imposibilitado para continuar sirviendo el cargo, la única satisfacción que tuvo fue ver casar a su hijo Bruno, no enterándose, quizás de la muerte en 1766 de su hermano Andrés en Toledo.

Enfermo en cama, y no pudiendo recibir más sacramentos que el de la unción por haberle sobre-venido «un accidente», falleció el 3 de enero de 1767 después de haber vivido exactamente 57 años y 49 días. Su cadáver, amortajado con el hábito franciscano, se enterró en la madrileña iglesia de San Sebastián, seguramente en la misma sepultura de su segunda esposa, frente al púlpito e inmediata al altar de Santa Catalina de Ricci cuya escultura había tallado él mismo. En ese mismo mes sus testamentarios y herederos formalizaron las últimas disposiciones que el artista les había confiado. Las numerosas mandas y encargos piadosos confirman su religiosidad y la ausencia de deudas el buen estado económico en que se hallaba Carmona pese a que su actividad, por motivos de salud, se había detenido; la cordialidad familiar entre sus dos hijos facilitó el reparto de la herencia sin intromisión de la justicia ni desavenencias fraternas.

El compendio que de su vida y obra se escribió en 1775 por mandato de la Real Academia de San Fernando, y en el que se reconocía su desvelo, aplicación, puntualidad, afición, observancia y magisterio, aseguraba que eran «muy pocos los templos de esta Corte en que deje de haber muestras de la eminente habilidad» de Carmona. Enumera muchas de las que hizo para conventos mercedarios, oratorianos, dominicos, trinitarios, jesuitas, etc. Sus trabajos en piedra y en madera tanto para Madrid como para fuera se llegaron a calcular en más de quinientas efigies, anotadas todas en «un cuaderno que por su orden las sentaba», y en cuyo cómputo no entraban los pequeños crucifijos, los Niños de Pasión o las figuras de estuco.

Empleado en diferentes ocasiones al servicio de la Corona en el Palacio Real de Madrid, en el ornato del Panteón de Felipe V de La Granja dejó una de las mejores realizaciones artísticas de aquel siglo. La reina madre Dª Isabel de Farnesio, su hijo el infante D. Luis y su círculo más íntimo de servidores sintieron también una especial devoción por Carmona; su arte satisfacía plenamente el gusto de la Corte y su exquisita sensibilidad resultaba convincente de igual modo para aquellos que buscaban identificarse con una ternura impresionable repleta de sentimiento. Fue escultor de todos y para todos, el más completo de los españoles de su tiempo, y casi resulta increíble cómo pudo responder a la demanda de tantos como se encontraban interesados en conseguir los productos artísticos más actuales y de mayor prestigio.

Su temprana muerte nos privó de conocer el rumbo que habría seguido su arte al contacto con la nueva corriente estética que se venía gestando y cómo hubiese aceptado su genio el academicismo más riguroso que superó la fresca espontaneidad de sus creaciones más personales.

JESÚS URREA
Director honorario Museo Nacional de Escultura
Artículo publicado en el libro “Luis Salvador Carmona (1708-1767)” por el Ayuntamiento de Navas del Rey y la Diputación de Valladolid.

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-La obra de Luis Salvador Carmona. Devociones de Estepa. 2009